PRÓLOGO DEL P. HEINRICH PFEIFFER S.J.
P. PFEIFFER es Director del Curso Superior para los Bienes Culturales de la Iglesia y Profesor de Historia del Arte de la Universidad Gregoriana de Roma y uno de los mas grandes estudiosos del arte cristiano en el mundo.
“Para que algo se exprese de manera adecuada, debe provenir del interior y debe ser movido por su forma”. Así el P. Alfredo Sáenz, autor jesuíta y teólogo de Hispanoamérica, presenta el mundo del arte sacro de las Iglesias orientales, conciliando de este modo el pensamiento filosófico y abstracto de Santo Tomás de Aquino sobre el arte en general con aquella expresión concreta y religiosa que constituyen los iconos. La estética medieval es puesta en contacto con la tradición icónica. En aquella estética, la belleza fue siempre considerada, juntamente con la verdad y el bien moral, como base de toda relación con la realidad.El arte no es primordialmente la expresión del artista individual, sino la expresión de formas verdaderas que el artista torna visibles en la materia a través del ejercicio de su profesión. Y la forma más verdadera es la de la Persona de Cristo, y en él las de María, los Santos y los Ángeles. Estas formas se contienen en la tradición de la Iglesia. Ellas no pueden ser realizadas a través del arbitrio de la fantasía humana. Tal es la esencia de la doctrina sobre el arte cristiano, según puede deducirse sobre todo de los cánones y los capítulos del Séptimo Concilio Ecuménico, Segundo de Nicea.
El oriente cristiano, con su alma religiosa, se presenta como uno de los remedios a la situación culturalmente poco vital de la Iglesia, en los diversos países occidentales, donde se deja -en contraste con los ortodoxos- la expresión del contenido de la fe a la arbitraria imaginación subjetiva de los artistas. El arte de los iconos es experimentado por muchos como un mundo fascinante, como un reino donde ha sobrevivido la genuina tradición de la fe en Cristo, en el Dios que asumió la carne en el seno de la Virgen María.
Cuando los jóvenes de la Iglesia buscan hoy una imagen que exprese su fe, no buscan por cierto imágenes de una belleza que haya sido tomada de la naturaleza, y menos aún las que expresan sólo el alma de un artista individual, sino que para su devoción se sirven preferentemente de un icono, sea el de la Virgen de Vladimir, o el de la Trinidad de Ruvliov.
Ya desde los tiempos de San Gregorio de Nyssa, que vivió aproximadamente entre los años 335 y 394, el cristianismo oriental distingue dos tipos de belleza, la espiritual y la sensible. En el canon de los valores, la belleza sensible debe servir a la espiritual; de otro modo se logra, según la formulación hermética del Sengundo Concilio Niceno, una “belleza fea”, que si bien afecta a los sentidos corporales, carece de la dimensión trascendental.
Con el arte del Renacimiento en adelante el Occidente ha ido olvidando cada vez más este principio, o sea, la distinción fundamental entre belleza espiritual y belleza sensible para la pintura y la escultura. En el campo del arte eclesiástico, la belleza que deleita a los sentidos, es considerada como el vehículo directo de la devoción, sin que el fiel se vea introducido en la verdadera y propia belleza espiritual.
“El artista del Renacimiento”, escribe el autor de este libro, “pensó que el arte tradicional ignoraba la anatomía y la perspectiva, sin comprender que aquel arte se expresaba de esa manera no por ignorancia” de esas dos disciplinas del saber humano, “sino porque concedía la prioridad a las formas intelectuales, a las significaciones simbólicas”. En un proceso que duró siglos y que aún no ha terminado, la humanidad se fue viendo privada poco a poco, de todos los símbolos religiosos, o mejor, de su eficacia vital, y las diversas ciencias del arte se abocaron a considerar la obra de arte religioso como un producto puramente humano.
Por esto el occidente cristiano se encuentra hoy en una profunda crisis del arte sacro, y esta crisis actual no es estética sino religiosa, no es cuestión de gustos sino que toca las raíces mismas de la fe y de la cosmovisión cristiana. Entre tantos libros que se han escrito sobre los iconos, éste del P. Alfredo Sáenz ocupa un puesto propio y especial. Su autor es un teólogo que ofrece una mirada nueva sobre el mundo eclesiástico ortodoxo. El libro parte de la recién aludida crisis del mundo occidental en el ámbito del arte sacro y trata de ayudar al cristiano occidental a superarla a través de un diálogo paciente con la gran tradición oriental del arte de los iconos.
No existen, por cierto, muchos trabajos sobre los iconos en el ámbito de la lengua española. Justamente por este motivo el presente libro ofrece una mirada fresca y original sobre el arte oriental cristiano, así como una síntesis de la literatura acerca del mismo tema en las otras lenguas occidentales, particularmente la de los emigrados rusos, que han escrito sobretodo en lengua francesa. No existía hasta este momento un compendio tan completo, tan rico y detallado.
En sus nueve capítulos, el libro del autor argentino, incluye toda la doctrina teológica sobre los iconos. Debe ser así considerado como un verdadero esbozo de una teología del arte, conteniendo además un análisis de la situación crítica y delicada del arte sacro moderno. En este libro se puede estudiar en síntesis lo que han dicho los más importantes Concilios sobre el arte; asimismo lo que se expresa tanto en los escritos de autores clásicos -San Juan Damasceno, San Nicéforo, San Teodoro Studita- como en las obras de autores modernos. Entre éstos son citados sobre todo Ouspensky, Loosky, Evdokimov, Weidlé y Florenskij, pero también Alpatov, Trubeckoj y Sendler. Los capítulos sobre el arte sacro en general se remiten a las obras de Coomaraswamy, Gilson y Jacques Maritain. Las partes que tratan de la crisis del arte moderno se basan sobre todo en Sedlmayr.
Este último no se refirió nunca al mundo de los iconos, pero supo penetrar con su mirada las obras modernas hasta el punto en que éstas revelan la espiritualidad de los dos últimos siglos. Caracterízanse éstos por un materialismo extremo, proveniente de diversas tendencias espirituales que llevan la marca de los dos grandes sistemas de la visión de la realidad en relación con Dios, los dos sistemas típicos de nuestra edad: el Deísmo y el Ateísmo.
En el Deísmo Dios es considerado sólo como el creador que se ausenta después de haber hecho a sus creaturas, las cuales permanecen en este mundo, como seres autorresponsables, sin relación alguna con su creador hasta el juicio final. Este sistema niega toda revelación divina, en particular la encarnación de Dios. El hombre es separado de Dios. Ya no existe un Cristo mediador entre Dios y los hombres.
El Ateísmo moderno concentra al hombre aún más sobre sus propias fuerzas y lo priva de todo punto de referencia de orden objetivo. Se llega así a la pérdida del centro, que debía ser ocupado por Cristo; dicho centro permanece vacío. Todo ellos es preparado a través del desarrollo del arte desde el Renacimiento, y todo ellos se expresa también como crisis en la teología, en las doctrinas estéticas y en las obras de arte sacro.
Esta visión crítica del mundo occidental no la habíamos visto presentada hasta ahora en un libro sobre los iconos. en contraste con este fondo negativo, los iconos se presentan en todo su esplendor. Si para los autores medievales la belleza ha sido justamente el esplendor de la verdad, el contacto con el mundo del arte cristiano oriental puede contribuir a sacar a los artistas de su crisis, que se caracteriza por su sed desmesurada de autoexpresión libre y por la futilidad que de ella se sigue.
Pero también la teología se puede liberar de sus tendencias iconoclastas escondidas y de su sobrevaloración de la palabra, que esconde un cierto debilitamiento de la fe en la encarnación de Dios.
Se debe augurar así, a la nueva edición de éste libro una buena acogida en el mundo artístico y en el teológico. El artista podrá enriquecer su experiencia, descubriéndose como un verdadero iconógrafo, y el teólogo podrá aproximar su reflexión a esa meta donde su disciplina se vuelve pura contemplación. Quien no es artista ni teólogo encontrará en la lectura de esta obra aquella belleza que, según el dicho del gran Dostoievski, salvará al mundo.
HEINRICH PFEIFFER , S.J.
Director del Curso Superior para los
Bienes Culturales de la Iglesia y Pro-
fesor de Historia del Arte. Universi-
dad Gregoriana, Roma.