LA MÍSTICA CENA DEL SEÑOR

Autor: Jesús Castellano Cervera, OCDD. De su libro: “Oración ante los iconos”

LA MÍSTICA CENA DEL SEÑOR

La mística Cena del Señor. Icono ruso, s. XV.

“LA MÍSTICA CENA DEL SEÑOR”, icono ruso, s. XV.

 

Texto bíblico: San Lucas 22, 14-20

El icono de la última Cena de Jesús es de sobra conocido. El título que le da el icono oriental, la “mística cena”, quiere poner de relieve el misterio, o los misterios que se esconden en esa escena familiar para todo cristiano, la última Cena de Jesús en la que lava los pies a los discípulos, instituye la eucaristía y el sacerdocio, nos deja el testamento del amor fraterno, predice su pasión y anticipa el misterio de la traición de Judas; esa Cena que es sacramento de la pasión y de la pascua gloriosa y que Jesús concluye con la oración sacerdotal.

Es el misterio del Cenáculo que la Iglesia celebra con amor el Jueves Santo, día en que la Iglesia bizantina conmemora, como reza el título litúrgico de la fiesta: el santo lavatorio delos pies, la mística Cena, la sublime oración y la traición.

 

Vamos a contemplar este misterio con la mirada fija en el icono oriental en sus dos composiciones más clásicas; la primera, más clásica y común, es la que representa a Jesús sentado a la mesa con sus discípulos. La segunda, menos frecuente pero muy sugestiva, es la que nos muestra a Cristo en el interior de un templete ofreciendo la Eucaristía a sus discípulos. Desdoblada la escena en dos, da a su derecha y a su izquierda el pan y el cáliz a los discípulos que en pie, descalzos, cubriéndose las manos con la orla de su manto, se acercan a recibir la comunión de las manos del Señor, sumo sacerdote.

Nos vamos a inspirar en la palabra de Dios y en la liturgia bizantina, en las oraciones de liturgia eucarística en el momento de la comunión y en los textos del Jueves Santo, día de la institución de la Eucaristía.

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Última Cena del Señor. Mosaicos de San Apolinar Nuevo, Ravenna, Italia, inicio siglo VI.

El misterio del Cenáculo

La escena de la última Cena ha pasado muy pronto a la iconografía cristiana. La encontramos en las catacumbas, como representación de la “fractio panis”, la fracción del pan de los primeros cristianos, que naturalmente reflejan simbólicamente el gesto de Jesús, la mesa de la Cena del Señor, con sus discípulos alrededor. Está ya presente en los mosaicos de Ravenna, en los códices del Evangelio, empezando por el de Rabbula de Edessa hasta el Códice Purpúreo de Rossano en Calabria, que es también del siglo VI, como el de Rabbula. Los códices, los mosaicos y la ornamentación episódica de los diversos momentos de la Cena se complacen en recordar también el lavatorio de los pies, gesto previo de Jesús a la Cena, signo de amor y de servicio que la liturgia oriental y los Padres interpretan como símbolo del bautismo, de la purificación interior con         que Jesús prepara a sus discípulos a comulgar de sus sagrados misterios. Será también el signo de la caridad de los discípulos, bañados por el Espíritu del amor que es el único capaz de inducir a un gesto de humildad como el de Jesús, el Señor y Maestro.

El icono oriental de la Cena mística presenta a Jesús sentado a la mesa con sus discípulos; las figuras y los rostros tienen la hieraticidad propia de los iconos, con los detalles de cada escuela artística: Jesús está en el centro o a un lado, en una habitación que recuerda el Cenáculo. De entre los discípulos se distinguen claramente Juan, el discípulo amado, que la tradición oriental llama el “teólogo” porque ha penetrado singularmente en el misterio y ha “conocido” con intenso amor la intimidad del Maestro; se le pinta siempre reclinando su cabeza junto al pecho del Señor. Como contraposición tenemos a Judas que se inclina también, pero para mojar el pan ázimo en el plato; Judas es el discípulo traidor, de quien Jesús revela la identidad a través de ese gesto, y del que la liturgia oriental de la Semana Santa no se cansa de evidenciar la maldad y sobro todo la falta de amor y agradecimiento a su Señor. Un  texto significativo nos amonesta así en el oficio del Jueves Santo:

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Códice Purpúreo de Rossano en Calabria, siglo VI.

“Ninguno, oh hermanos, ninguno de los que han sido iniciados al misterio de la Cena del Señor, ninguno en absoluto se acerque a la Mesa con engaño, como Judas. Este hombre, en efecto, tomando el bocado se abalanzó hacia el que es el Pan. En apariencia era un discípulo, pero de hecho era un asesino. Se divertía con los judíos, aunque vivía con los apóstoles; odiando besaba, besando vendía a Aquél que nos ha rescatado de las maldición, el Dios y Salvador de nuestras almas”.

La mesa está preparada. Encima hay de todo: cálices, pan, otros platos con alimentos; a veces, hasta candelabros y otros instrumentos. En algunos iconos en la parte inferior se pinta un gallo que alude a la profecía de Jesús acerca de la negación del Pedro. Con su capacidad plurisimbólica, la Cena mística puede representar a la vez la institución de la Eucaristía, la conversación de Jesús con sus discípulos acerca de la traición de uno de ellos, o la efusión de sentimientos con que el evangelista Juan describe esta cena de adiós que Jesús consuma con sus amigos, antes de pasar, como él indica al principio del cap. 13, de este mundo al Padre.

En la iconografía oriental con frecuencia este icono está colocado encima de las puertas reales o santas, llamadas también puertas del paraíso, en el centro del iconostasio, por donde entran los sacerdotes, donde se proclama el Evangelio, desde donde sale el sacerdote para invitar a la oración antes de la anáfora eucarística, y donde se distribuye la comunión a los fieles.

Desde este punto de vista lo que se quiere subrayar es la imagen de la institución de la Eucaristía, la mística Cena que se renueva en el santo misterio eucarístico, en virtud de las palabras de Jesús: “Haced esto en conmemoración mía”.

De esta forma, los fieles contemplan en el icono el misterio que se realiza en el interior del santuario, o lugar del altar del sacrificio, incluso, cuando según algunas tradiciones litúrgicas, para subrayar el misterio, se cierran las puestas santas o se corre un velos mientras dura el momento de la consagración hasta el momento de la comunión de los fieles. También es este caso el icono lleva delante de los ojos lo que la palabra, en este caso las palabras de la consagración, llevan al oído.

Las palabras eucarísticas de Jesús

En el silencio del icono resuenan las palabras de Jesús que cada día se repiten como solemne proclamación de este misterio en la anáfora eucarística. Son palabras que Jesús ha dejado como testamente, que la Iglesia primitiva ha recogido y memorizado en una fórmula litúrgica, la que nos trasmiten las cuatro narraciones de la institución de la eucaristía en el evangelio de Mateo, Lucas y Marcos, y la que nos recuerda Pablo en el cap. 11 de la 1° Carta a los Corintios.

MÍSTICA  CENA DEL SEÑOR“Tomad y comed: esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros”.

Una invitación a tomar parte en el banquete, a entrar en contacto con Cristo, acogiendo de sus manos y comiendo el pan que ofrece. Pero este pan ya no es, como en la celebración judía de la pascua, el pan de la amargura de Egipto. Jesús habla del cuerpo que va a ser entregado. Hay un anuncio y una afirmación. Jesús anuncia que su cuerpo va ser entregado; consiente de su futura pasión la revela a los discípulos. Pero hay una afirmación que supone una transformación. Afirma que el pan que ofrece en sus manos es su cuerpo, su carne. En definitiva, es su persona que a través de su corporeidad se entrega. La palabra “entregado” y la expresión “por nosotros” tiene un evidente sabor de oblación y sacrificio; el de la cruz que Jesús va a realizar; el de la Eucaristía en el que resonarán estas mismas palabras.

“Tomad y bebed; este es el cáliz de mi sangre, de la nueva alianza, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para la remisión de los pecados”.

En esta fórmula litúrgica se acumulan las riquezas de todas las narraciones de la institución de la Eucaristía. Con el cáliz en sus manos, Jesús, que ha pronunciado la gran bendición al Padre, su acción de gracias con la que magnifica su misericordia, ofrece su sangre, rebosante de significado y de misterio.

Invita a tomar el cáliz y a beber no ya un vino rojo mezclado con agua, símbolo de la libertad conquistada al salir de Egipto, sino como una revelación de algo que se va a realizar y una confirmación de un misterio. Lo que se va a realizar, lo que Jesús  vislumbra con certeza y angustia, es que su sangre, en la que está su misma vida, va a ser derramada, porque se acerca el momento de su pasión y muerte; oblación que va a suponer la violencia de una efusión de sangre. Ante los ojos de los discípulos pone la cruz, o mejor su crucifixión, horas antes de que todo acaezca. Pero al revelar su próxima muerte, Jesús hace una afirmación: esa sangre que va a ser derramada y que Jesús invita a tomar en el cáliz que ofrece, es la sangre del pacto. Como un nuevo Moisés, Jesús va a sellar la alianza; pero esta vez se trata de su sangre: sangre humana, sangre del Hijo de Dios, pacto con Dios con la sangre del hombre en aquél que es Hijo de Dios y hombre verdadero. Por eso la alianza es eterna y nueva; es la Nueva Alianza predicha por los profetas Jeremías y Ezequiel; es eterna, tal como la entenderá la iglesia primitiva en la interpretación teológica del autor de la Carta a los Hebreos.

El alcance de este  sacrificio es universal: por vosotros y por todos los hombres. Y es un sacrificio de expiación redentora, de salvación alcanzada por la muerte de Cristo y la aceptación personal de ese sacrificio por parte del Padre: para la remisión de los pecados.

Los discípulos son invitados a entrar en ese misterio, son destinados a ser ministros de esa remisión de los pecados; serán los testigos de esa cena, de la muerte predicha y asumida libremente, de la victoria efectiva sobre el pecado y sobre la muerte. Jesús, en efecto, los convoca a participar del vino nuevo en el banquete del Padre. Y sus palabras son como una cita en el futuro banquete del Reino.

“Haced esto en memoria mía”.

En el mandato de Jesús se revela, inesperada, una profecía, una institución. La memoria de Cristo tendrá que ser renovada. Y tendrá que serlo en la realidad culminante de su sacrificio redentor. Los discípulos lo harán, tal como lo ven hacer ahora al Maestro, partiendo el pan, ofreciendo la copa de vino, con la seguridad que las palabras de Cristo dan en este momento, de que es el cuerpo del Señor y su misma sangre. Lo harán hasta que Él vuelva. Y la historia se llenará, allí donde lleguen los discípulos de Jesús, de este misterio y de este memorial. Y todos podrán, cada día, en cualquier lugar,  entrar en comunión con el cuerpo y la sangre del Señor, ofrecidos una vez para siempre.

El misterio de la Cena se convierte en el misterio de la “Cena del Señor”, en la fracción del pan, de tan hondas resonancias para los testigos y de tanta fuerza rememorativa para toda la Iglesia.

De esta forma el icono de la mística Cena evoca el misterio de la institución de la Eucaristía y de la celebración eucarística en la Iglesia. Ofrece plásticamente el comentario de las palabras del Señor y ayuda a entrar en el misterio de la Eucaristía, al que todos están invitados a acercarse.

“¡Las cosas santas para los santos!”

Lavatorio de los pies. Icono del maestro Paolo Orlando, Italia.

Lavatorio de los pies. Icono del maestro Paolo Orlando, Italia.

Si el icono de la mística Cena evoca todas las realidades que hemos descrito, el icono de la comunión de Jesús a sus discípulos refuerza el simbolismo, la realidad, el misterio que sobrecoge al acercarse a la comunión del cuerpo y sangre del Señor. Este icono se encuentra de una forma clásica en el precioso ábside de mosaicos de la iglesia de Santa Sofía de Kiev. Como hemos recordado, hace de Jesús el protagonista sacerdotal de la celebración eucarística. La mesa es un templete y Jesús ofrece a una hilera de apóstoles su cuerpo; al otro grupo, su sangre. Los apóstoles, incluido san Pablo, porque se trata de un símbolo de la Iglesia, se acercan con una actitud humilde y reverente, parece que invitan a hacerlo así a todos los que se disponen a comulgar.

Amor y temor, gratitud y reverencia. Las cosas santas para los santos. Así amonesta el sacerdote antes de la comunión, con una fórmula antigua que ya se encuentra en las Constituciones Apostólicas (siglo IV). Y el pueblo responde en una humilde confesión de fe: Uno solo es Santo, uno solo es el Señor, Jesucristo, para gloria de Dios Padre.

Las oraciones de preparación a la comunión de la liturgia bizantina están cargadas de estos sentimientos de temor, amor, reverencia y confianza.

En la perspectiva de la última cena y en el recuerdo de Judas, una oración de preparación a la comunión dice así:

“A tomar parte en tu cena sacramental

Invítame hoy, Hijo de Dios,

No revelaré a tus enemigos el misterio,

No te daré el beso de Judas:

Antes como el ladrón, te reconozco y te suplico:

¡Acuérdate de mí, Señor, en tu reino!”

Son también hermosas las frases de esta oración de confesión de la fe que los fieles recitan ante las puertas santas antes de recibir la comunión, con la conciencia que se recibe a Cristo de las manos de Cristo, como los discípulos en el icono de la comunión eucarística.

“Creo, Señor, y confieso que tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que vino al mundo para salvar a los pecadores, de los que yo soy el primero. Creo también que éste es tu cuerpo inmaculado y ésta tu preciosa sangre”.

Hay acentos todavía más conmovedores y una serie de evocaciones evangélicas en esta otra oración antes de la comunión:

“No soy digno, Señor, de que entres bajo el techo sórdido de mi alma; mas tú que aceptaste ser acostado en una cueva y en un pesebre de animales, y visitar la casa de Simón el leproso, donde todavía acogiste a la pecadora que se te acercó, tan semejante a mí, dígnate también entrar en el pesebre de mi alma insensata y en el cuerpo manchado de este muerto y leproso, y así como no te repugnaron los labios impuros de la cortesana cuando besaba tus pies inmaculados, no sientas tampoco repugnancia, soberano Dios mía, de mí pecador, antes bien,. Por tu bondad y tu gran amor al hombre, admíteme a participar de tu santísimo cuerpo y sangre”.

 

“El precioso Cuerpo y la preciosa Sangre”

En la actualización de la mística Cena y de la comunión de los apóstoles, la celebración de la Eucaristía nos ofrece el sentido de plena participación en el misterio de los sagrados y vivificantes dones del cuerpo y de la sangre del Señor.

Toda la liturgia bizantina respira este sentido de reverente participación en los misterios “tremendos” y santos. Pero el gozo de la participación estalla en este hermoso tropario que se canta después de la comunión eucarística en cada celebración de la Eucaristía, como si cada comunión fuese, que lo es de veras para la fe, una “parusía”, una manifestación del Señor a su Iglesia, con el esplendor de su resurrección:

“Hemos visto la Luz verdadera:

Hemos recibido el espíritu celestial,

Hemos encontrado la verdadera fe,

Adorando la Trinidad invisible,

Porque ella nos ha salvado”

Y la súplica es intensa en esta oración a Cristo Jesús, sacerdote y víctima, pan verdadero:

“Señor Jesucristo, la participación e tus inmortales misterios sea para mí manantial de bien, de luz, de vida, victoria sobre las pasiones, medio para progresar en una virtud cada vez más divina, para que te glorifique a Ti que eres bueno”.

La liturgia de San Basilio concluye con esta hermosa plegaria que hace de puente entre la liturgia eucarística y la vida:

“Concédenos que la comunión del santo cuerpo y sangre de Cristo sea para nosotros fe sin miedo, amor sin falsedad, aumento de sabiduría, curación del alma y del cuerpo, victoria sobre las  enemigas, fiel cumplimiento de tus preceptos, válida defensa ante el tremendo tribunal de Cristo”.

 

 

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