DECADENCIA Y RESTAURACIÓN DEL ARTE SACRO II°

Autor: P. Alfredo Sáenz S.J. De su libro: El icono, esplendor de lo sagrado

EL DECLINAR DEL ARTE II°

6. ENDIOSAMIENTO E IDOLATRÍA

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“La autonomía y el narcisismo que caracterizan al artista moderno fácilmente lo conducen al endiosamiento o a la idolatría. Pocos son tan sensibles como él a la tentación de “ser como Dios”, de rivalizar con el Creador no sólo haciendo nuevas obras sino forjando nuevos mundos, que obedecen a nuevas reglas de juego, libremente establecidas por él… Esta sensación, que es el triunfo de la Serpiente, le hace experimentar la embriaguez de la libertad ilimitada, pero en realidad se trata de una libertad negativa, o mejor dicho, de una libertad ilusoria, la libertad del emigrante de la realidad”

Durante los siglos en que imperó el arte tradicional, ningún artista se consideró a sí mismo como un rival del Creador. Algunos pudieron haber sido tentados por la soberbia, pero no era frecuente que sucumbiesen a la tentación. Sin embargo el simple hecho de que tal ilusión fuera posible, prueba que la capacidad de hacer obras de arte supone un sentimiento de poder y dominio sobre la materia análogo al que posee Dios[1]. En efecto, el arte no excluye cierta ambigüedad. La belleza puede encandilar. Dirigiéndose al rey de Tiro, le decía Ezequiel: “Tu corazón se ensoberbeció por causa de tu belleza, y se corrompió tu sabiduría por tu esplendor” (Ez 28, 17).

El primero de los ángeles era un espíritu cuyo crimen inexpiable consistió en querer dividir lo que de por sí estaba unido. Ya hemos dicho que la palabra “diablo” es lo contrario de “símbolo” y significa división. En nuestro caso pretendió divorciar su propia belleza de la Belleza Fontal. El resultado fue terrible: “Cómo has caído del cielo, lucero brillante [Lucifer]! Tú que te levantabas a la mañana lleno de belleza, has sido echado por tierra” (Is 14, 12). Pues bien, fue Lucifer quien tentó a nuestros primeros padres: “Seréis como dioses”. Creadores, y no sólo generadores o engendradores, comenta Fumet[2]. “La mujer vio que el fruto era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable” (Gen 3, 6), es decir, agradable a los sentidos y “estético” en grado sumo. La belleza es fascinante, a tal punto que a veces el hombre se siente inclinado a ponerse de rodillas delante de ella, con una curiosa indiferencia hacia la Verdad y el bien de donde aquella proviene.

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“cada mañana al despertarme, tengo el gusto superior de ser Salvador Dalí.”

El esteticismo puro no está lejos de aquel gesto de orgullo que provocó la condenación del más bello de los ángeles. “La belleza, deseada por lo que es en sí y no por la luz divina, de la cual es el reflejo –escribe Fumet-, la belleza, como resplandor de un bien que se limita a ella misma y extraña, por tanto, a Dios, rompe con la sabiduría del ser. El culto de una belleza separada del bien moral, conduce infaliblemente a la idolatría”[3].

Si Dostoievski comienza por una constatación simplista: “Bello es lo que es normal, lo que es sano”, enseguida agrega que la cosa no es tan sencilla. Dijo, por cierto, que “la belleza salvará al mundo”, pero inmediatamente se pregunta “¿cuál?”. Porque “la belleza es un enigma”; no siempre eleva, a veces hechiza y hace perecer. “También los nihilistas aman la belleza”, agrega, los ateos quizás más que los otros experimentan la necesidad irresistible de un ídolo y lo fabrican enseguida para poder adorarlo[4].

La autonomía y el narcisismo que caracterizan al artista moderno fácilmente lo conducen al endiosamiento o a la idolatría. Pocos son tan sensibles como él a la tentación de “ser como Dios”, de rivalizar con el Creador  no sólo haciendo nuevas obras sino forjando nuevos mundos, que obedecen a nuevas reglas de juego, libremente establecidas por él, cosa que, al decir de Novalis, lo hace sentir “en état de créateur absolu”. Esta sensación, que es el triunfo de la Serpiente, le hace experimentar la embriaguez de la libertad ilimitada, pero en realidad se trata de  una libertad negativa, o mejor dicho, de una libertad ilusoria, la libertad del emigrante de la realidad[5].

Sedlmayr ha penetrado con particular hondura en este “misterio” dela artista emancipado. El hombre tiene libertad para rechazar la fe,, pero no está capacitado para vivir sin trascendencia. Y por eso, en lugar de la fe en Dios vuelca su fe en determinadas cosas terrenas, en ídolos, a los que transfiere todo el poder y dignidad de lo absoluto. “Mucho de lo que una crítica de arte superficial y progresista entendería como arte puramente profano es en realidad, si se mira con un poco más de penetraci´´on, arte sacro disimulado, al servicio de un valor parcial, de un ídolo”[6]. Sin embargo, ninguno de esos ídolos se revela capaz de satisfacer la incoercible necesidad del hombre de lo absoluto verdadero. Por ello un ídolo derriba al anterior. Y así, los sucesivos intentos de atribuir un valor ilimitado a algo limitado y finito acaban irremediablemente en una sensación de frustración. De ahí que cuando la totalidad de esos valores han sido probados como ídolos y han sido rechazados uno tras otro, hace al fin su aparición el Nihilismo que de alguna manera cierra el ciclo de la decadencia[7].

 

  1. SURREALISMO O TRASCENDENCIA HACIA ABAJO

En el movimiento del arte moderno detecta Sedlmayr, como en la revolución social, dos épocas decisivas: la primera y la segunda revolución. En la primera, los ánimos se muestran llenos de entusiasmo, alentando metas enaltecedoras y sublimes, como la liberación del arte de todas sus trabas o religaciones “heterónomas”, la elevación  del arte y del hombre hasta el más alto nivel imaginable; las tendencias hacia lo bajo, en cambio, apenas si se hacen sentir. En la segunda revolución, se invierten los términos, todo se vuelve negro e infrahumano.  Y sin embargo, tras esta aparente contraposición se esconde una real continuidad: la segunda revolución fue preparada por la primera, al término de la cual comenzó a insinuarse la sospecha de que lo vivido anteriormente había sido una alucinación. Así el centro de gravedad se fue desviando a lo inorgánico y de allí a lo caótico. En su estadio surrealista, el deseo de lo caótico se asume por primera vez sin tapujos, e incluso bajo capa de idealización o superación del hombre. El resultado: la negación del arte[8].

Es que el hombre tiene dos maneras de trascenderse. O se trasciende superándose o se trasciende degradándose. Al decir de Pascal, o hace el ángel o hace la bestia. Porque la trascendencia puede ser “trasascendencia” o “trasdescendencia”. Hay dos vértigos.

dali8El espíritu del surrealismo declara la guerra no sólo al hombre y la naturaleza, sino también a la luz, el intelecto, la armonía. El artista experimenta la fascinación de lo extrahumano y extranatural, de las tinieblas, de lo irreal e inconsciente, del caos y de la nada. Como afirma Sedlmayr, asistimos a la aparición de una esfera que no estaba prevista en el esquema de Pascal: una zona por debajo del esprit de géometrie, el mundo del anarquismo rebelde que defiende su nueva “libertad” con todos los medios a su alcance, si fuera necesario movilizando el caos, estableciendo el desorden ilimitado, la tranquilidad en el desorden[9].

Hay cierta locura en todo esto. Decía Dalí: “Quien no se puede imaginar un caballo galopando en un tomate es un idiota”. Los surrealistas han optado por la degradación y por el reino de las tinieblas, por “la sangre, la putrefacción y los excrementos”. Y lo han confesado sin tapujos: Nous vivons avec le monstre, escribió uno de ellos.

8. DISOLUCIÓN DE LA IMAGEN DEL HOMBRE

En su libro “El sentido de la historia”, Berdiaiev dedicó un capítulo a la “Disolución de la imagen del hombre”. Según V. Delhez, la distorsión figurativa, y luego la supresión de lo figurativo, responden con exactitud a la ausencia de Dios en el arte[10].

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Portrait-of-Picasso-by-Salvador-Dali

Diversas corrientes del arte moderno someten la figura humana a un profundo quebranto, la desarticulan y destruyen su integridad. El hombre, ese gran objeto del arte, desaparece entonces descompuesto en fragmentos[11]. Como dice Ortega y Gasset, ya no se trata de pintar algo que sea completamente distinto de un hombre, sino de pintar a un hombre que se parezca lo menos posible a un hombre[12]. Son “artistas de retines malades”, según la expresión de Huysmans, o mejor, de almas enfermas.

Notablemente representativa a este respecto es la pintura de Picasso. El artista español sabe expresar como nadie. Pero ¿qué esxpresará? Tan sólo el caos de su cabeza, que es el de su época. De él escribe Sedlmayr: “La obra de Picasso ocupa un lugar importante dentro de esta generación. En él como en ninguno se concreta la figura básicamente romántica del artista-mago, de la vida artística ‘irónica’ como genialidad divina, para quien nada tiene una esencia definida; nada puede atar al libre creador que se siente independiente y liberado de todo sin excepción, que puede aniquilarlo o crearlo todo según disponga él; como ninguno, encarna la figura del artista ‘interesante’; como Proteo puede transformarse en cualquier cosa a voluntad y puede jugar libremente con todas las formas y con el arte. El es, con las facetas peligrosas y brillantes de su arte, el auténtico representante del artista ‘moderno’ en el siglo XX[13]. Sus deformaciones suelen ser frías, victorias de la técnica, no del arte; cual nuevo demiurgo, ha destruido la imagen del hombre –el rostro del hombre- para luego reconstruirlo a su placer.

Pablo Picasso.

Pablo Picasso.

 

“La celebridad significa para un pintor: ventas, ganancias, fortunas, riqueza. En la actualidad, como sabéis, soy célebre y muy rico. Pero cuando estoy a solas conmigo mismo, no tengo el valor de considerarme artista en el sentido grande y antiguo de la palabra. Ha habido grandes pintores como Giotto, Ticiano, Rembrandt y Goya. Yo no soy más que un bufón público que ha comprendido su tiempo. La mía es una amarga confesión, más dolorosa de lo que pueda aparecer, pero que tiene el mérito de ser sincera”.

En el nivel vital, más allá de lo artístico, resulta sintomática la actitud de Picasso con sus modelos, a quienes, casi sin excepción, convertía en amantes, seres sujetos a su prometeica voluntad de dominio, como lo han reconocido en sus memorias algunas de esas mujeres.

Picasso sabía lo que era el arte verdadero, y si hubiese sido fiel a él, es muy posible que España hubiera dado al mundo uno de los pintores más grandes de todos los siglos. Pero al traicionar su vocación sabía también que defraudaba positivamente a sus admiradores. El mismo lo ha reconocido en un momento de franqueza donde, luego de decir que cuando joven había cultivado la religión del arte, del gran arte, agrega: “El pueblo ya no busca ni consuelo ni exaltación en las artes. Y los refinados, los ricos, los ociosos, los destiladores de quintaesencias buscan lo nuevo, lo extraordinario, lo original, lo extravagante, lo escandaloso. Por mi parte, desde el ‘cubismo’ y más lejos aún, he contentado a esos señores y a esos críticos con las múltiples extravagancias que me han venido a la cabeza y cuanto menos las han comprendido, más las han admirado. A fuerza de divertirme con todos esos juegos, con todas esas paparruchas, esos rompecabezas, acertijos y arabescos, me hice célebre rápidamente. La celebridad significa para un pintor: ventas, ganancias, fortunas, riqueza. En la actualidad, como sabéis, soy célebre y muy rico. Pero cuando estoy a solas conmigo mismo, no tengo el valor de considerarme artista en el sentido grande y antiguo de la palabra. Ha habido grandes pintores como Giotto, Ticiano, Rembrandt y Goya. Yo no soy más que un bufón público que ha comprendido su tiempo. La mía es una amarga confesión, más dolorosa de lo que pueda aparecer, pero que tiene el mérito de ser sincera”[14].

 

  1. EL DECLINAR DEL ARTE SACRO

56507810Es evidente que la decadencia del arte en general la cual, como dijimos, no era sino la expresión en ese campo del abandono de Dios y del orden sobrenatural primero, y posteriormente del abandono de la misma naturaleza y del orden natural, no pudo dejar de tener incidencias particulares en el arte sacro. Y ello en el grado en que “el mundo moderno” –expresión que tomamos no en su acepción cronológica sino en su contenido axiológico- se ha infiltrado en el interior de la Iglesia. El hecho es que lo que en la actualidad ocupa el lugar del arte litúrgico resulta verdaderamente deplorable.

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“El Cristo Libertador latinoamericano”, detalle.

Hacia fines del siglo pasado escribía M. Dulac: “Me aflige ver a la esposa de Cristo, nuestra Madre la Santa Iglesia, ataviada con horrores. Todo cuanto la manifiesta exteriormente es tan feo, siendo ella en su interior tan hermosa; se emplean todos los esfuerzos posibles para hacerla grotesca; al principio, su cuerpo estuvo desnudo, entregado a las bestias; después los artistas pusieron toda su alma en adornarla; vienen a mezclarse luego la vanidad y finalmente la industria y, así disfrazada, se la entrega al ridículo”[15].

Por su parte, en una interesante carta a Alexandre Cingria, escribía Claudel: “(Las causas de esta decadencia) pueden resumirse todas en una sola: el divorcio entre las proposiciones de la Fe y esas potencias de imaginación y sensibilidad qyue son eminentemente las del artista, cuya dolorosa consumación ha visto el siglo pasado… En cuanto a la Iglesia, al perder la vestidura del arte, se ha vuelto en el último siglo como un hombre despojado de sus vestidos… Para quien se atreve a mirarlas, las iglesias modernas tienen el interés y el patetismo de una confesión acabada. Su fealdad es la manifestación externa de todos nuestros pecados y de todos nuestros defectos: debilidad, indigencia, aspereza, fariseísmo, vanidad. Pero, sin embargo, el alma en el interior permanece viva, infinitamente dolorida, paciente y esperanzada… Una humillación tan grande como la de Belén”[16].

Primero fue la fealdad, luego cierta forma de iconoclasmo, si bien más refinado que el antiguo. André Piettre se ha referido al desprecio de las “formas” que se advierte hoy en la sociedad e incluso en el seno de la Iglesia. Hartos de las viejas formas, se busca ser in-formal, “vulgar”, como si ello fuera un signo de autenticidad. Pero no hay que olvidar que formositas viene de forma. Esta pérdida de las formas se manifiesta también en el ámbito de lo sagrado. El resultado está a la vista. Cuando la gente ve que, so pretexto de sencillez o humildad, se despoja de belleza a lo sagrado, en el fondo se siente despojada y empobrecida, y entonces busca lo sacro donde no está, no arriba sino en el surrealismo[17].

Catedral de San Pedro y San Pablo. Iconostasio con tumba de los emperadores rusos.

Catedral de San Pedro y San Pablo. Iconostasio con tumba de los emperadores rusos.

La decadencia del arte sacro no es exclusiva de Occidente sino que, como lo declaramos más arriba, también resulta perceptible en el mundo oriental. Visitando iglesias ortodoxas en Moscú tuve la peor impresión de la nueva imaginería en uso, al mejor estilo sulpiciano. Pero dicha decadencia no es de hoy. La pintura moderna, que penetró en Rusia a fines del siglo XVII por influjo de los artistas occidentales, trajo consigo la preferencia por los temas profanos, la técnica del óleo y el culto de la naturaleza. La introducción de las ideas renacentistas, esteticistas y protestantizantes, provocó una evidente decadencia del arte icónico en Rusia.

Durante su reinado, Catalina dispuso qsue un espléndido iconostasio de Rublev fuese retirado de la catedral de la Asunción de Vladimir y en su lugar se puesiese uno nuevo, de estilo barroco, que incluía un icono de Santa Catalina, representada según la imagen de la Zarina. Como se ve, la Rusia oficial, fascinada por el Occidente y encandilada por “el espíritu de las Luces”, exhibía un desprecio absoluto por la imagen tradicional. Iconostasios barrocos o reoclásicos reemplazaban, por doquier, los primitivos iconostasios novgordianos y moscovitas. Los iconos antiguos eran amontonados en los sótanos de las iglesias o en los campanarios. Sólo algunos de ellos, si bien repintados y desfigurados, lograron sobrevivir en iglesias de pueblitos semiabandonados o remotos. El arte antiguo era alegremente sacrificado en aras de la pintura religiosa de salón.

La decoración de las grandes iglesias de las capitales (catedral de San Isaac en San Petersburgo, 1818-1858, e iglesia del Salvador en Moscú, 1839-1883) se llevó a cabo con la participación de numerosos artistas occidentales, así como de profesores y alumnos de la Academia Imperial de Bellas Artes. A ellos se les confió la tarea de crear un arte nacional ruso, tomando el relevo de Teófanes el Griego, rublev, Dionisio y tantos otros maestros anónimos del icono antiguo. El artista tradicional se había dejado guiar por los santos, o los startsi. ¿A dónde se dirigiría ahora el artista para ser orientado en la pintura de iconos? A la Academia de Bellas Artes o al extranjero[18].

Es indudablo que eun arte como el renacentista puede lograr creaciones del más alto nivel y perfección, en cierta manera muy superior al del icono clásico. Sin embargo no hay que confundirse, señala agudamente Ouspensiy. Tanto la teología, que trata con palabras humanas de los datos de la revelación, como la iconografía, que intenta redpresentar los misterios sobrenaturales con medios pictóricos naturales, que revelan inadecuadas para exponer de manera exhaustiva la revelación cristiana, que trasciende infinitamente el ámbito de las palabras y de las imágenes. Ninguna expresión verbal o pictórica puede, como  tal, expresar a Dios de un modo absolutamente adecuado y directo. En este sentido una y otra son siempre un “fracaso”, porque deben transmitir lo inefable por la palabra, lo irrepresentable por lo representable. La teología y el icono, aun cuando alcancen las cumbres de las posibilidades humanas, se confiesan insuficientes. ¿Pero acaso Dios mismo no se revela de manera admirable por la cruz, “fracaso” supremo? Precisamente por este “fracaso” que les es propio, la teología y el icono son llamados a dar testimonio del Dios trascendente y de los misterios sobrenaturales. De ahí la aparente “inferioridad” del arte icónico si se lo compara con el arte clásico del Occidente renacentista.

El mismo teólogo ruso recuerda a este respecto algo que Lossky enseñaba en sus cursos, a saber, que tanto en la teología como en el arte sacro, pueden darse dos herejías opuestas entre sí. La primera es la de la “humanización” inmanentizante, o el abajamiento de la trascendencia divina aal nivel de nuestras concepciones humanas. En el campo del arte, el estilo dela pintura religiosa del Renacimiento sería de ello un ejemplo concreto; en el de la teología lo sería el racionalismo, que rebaja las verdades sobrenaturales al nivel de la filosofía humana. Trátase de una teología “sin fracaso”, de un arte “sin fracaso”. La otra herejía es la de la capitulación de entrada ante el peligro del fracaso, la renuncia a todo tipo de expresión. En el arte sería el iconoclasmo, el rechazo de la inmanencia de la divinidad, es decir, de la encarnación del Verbo; en la teología lo sería el fid+ismo, la fe que renuncia al aporte de la razón. La primera herejía engendra un arte impío; en la segunda la impiedad se disimula bajo una aparente piedad[19].

Señala Bouyer un cierto paralelismo entre la evolución de la iconografía tradicional a través de los siglo y la de la comprensión del sentido de la sagrada liturgia. Paso a paso, una y otra se fecundarían entre sí, en su progreso hasta el fin de la Edad Media. Asimismo una y otra entrarían en un proceso de anquilosamiento a partir del momento en que la explicación teológica de la liturgia se hiciese deudora del naturalismo, del didactismo racionalista y finalmente del sentimentalismo[20].

Expondremos a continuación las principales características que tipifican el arte llamado sacro o litúrgico de los tiempos modernos.

  1. RELIGIOSIDAD ANTROPOCÉNTRICA

A partir del fin de la Edad Media se fue aplicando al arte sacro los mismos criterios y las mismas exigencias que al arte profano. El hombre acabó por convertirse en el centro, en el analogado principal, en la medida de todas las cosas, y no precisamente el hombre santificado sino el hombre dejado a sus fuerzas naturales, el hombre mundanizado. La figura misma de Cristo fue representada a su imagen y semejanza.

Odo Casel sostiene que en el Renacimiento el arte sagrado se vio invadido por el espíritu “humanístico”, o mejor, ya no fue más arte sagrado sino en todo caso arte religioso. El arte de Iglesia no intentó expresar más la presencia objetiva del misterio y poder divinos, sino más bien la experiencia humana.

Los vestidos de los santos, corrobora Evdokimov, ya no hacen presente bajo sus pliegues los “cuerpos espirituales “; incluso los ángeles aparecen como seres de carne y hueso; los personajes santos se comportan exactamente como todo el mundo. “Cuando el arte olvida la lengua sagrada de los símbolos y de la presencia y trata plásticamente de ‘temas religiosos’, el soplo de lo trascendente ya no lo atraviesa más”[21].

Refiere Trubeckoj que en cierta ocasión fue a visitar las salas de iconos del Museo Alejandro III de Petrogrado –hoy Museo Ruso de Leningrado-, y luego, com de paso, entr{o en las salas de arte del Ermitage Imperial. El contraste lo dejó abrumado, y una sensación de náusea aguda lo penetró a la vista de algunas de las telas de Rubens, que le hizo súbitamente patente el significado de los iconos: los personajes del pintor holandés, por otra parte tan magníficamente representados, eran la personificación suprema de aquella existencia que el icono rechaza. La carne abundante, gozadora de la vida, cerrada a la trascendencia, era el extremo opuesto de aquellas figuras ascéticas y transfiguradas del otro museo[22].

Si comparamos una “Madonna” de Rafael con un icono ruso de la Theotokos, la diferencia es abismal: lo que el gran artista italiano nos presenta no es sino una hermosa mujer con un niño simpatiquísimo en sus brazos. Sabemos que para bosquejar sus Vírgenes, Rafael se inspiraba no en el modelo “ideal” de Nuestra Señora, sino en los cuerpos de mujeres reales y concretas, y alguna vez hasta en su propia amante. Lo más que lograba era exponer, y de manera insuperable por cierto, el amor maternal, pero no que esa mujer era la Madre de Dios, y que el Niño que llevaba en sus brazos era la Sabiduría encarnada.

Ouspensky es tajante en su juicio: “El príncipe de este mundo sugiere a los creyentes que el arte es arte y nada más, que vale por sí mismo, y que con sus propios medios puede expresar lo sagrado de una manera laica, profana, más accesible, y que no exige esfuerzos espirituales. Y es evidentemente muchísimo más fácil representar a Dios a imagen y semejanza del hombre caído que hacer lo contrario: expresar en la representación la imagen y la semejanza divina en el hombre”[23].

El artista moderno busca por sobre todo expresar libremente su propia personalidad, su yo, sus sentimientos individuales, o también, a veces, su piedad personal, pero no la verdad mistérica de la revelación divina. Y, como bien dice Ouspensky, esa libertad se ejerce a expensas de la de los espectadores, ya que la personalidad del artista se interpone entre ellos y la realidad trascendente, impidiéndoles remontar vuelo. Completamente diverso es lo que sucede en el arte auténtico del icono: su autor se borra para dejar paso a la verdad representada; el creyente no se queda en lo meramente humano del icono, por bello que sea, ni en el sentimiento de admiración por quien lo ha hecho. El autor no es un punto de llegada sino un mero puente entre el espectador y el orden trascendente[24].

Si recordamos aquella expresiva fórmula patrística “Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios”, advertimos que el espíritu del humanismo insiste en la primera parte y en ella se instala, mientras que la segunda se eclipsa en su conciencia[25].

La Presentacion de Jesus en el Templo, fines s. XV o comienzos s. XVI, Nóvgorod, Museo de Historia y Arquitectura

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[1] Cf. E. Gilson, Pintura y realidad…, p. 245.

[2] Cf. El proceso del arte…, p. 186.

[3] Ibid., p. 57.

[4] Cf. P. Evdokimov, L’art de l’icone…, pp. 39-41.

[5] Cf. H. Sedlmayr, La muerte de la luz…, p. 75.

[6] La muerte de la luz…, pp. 96-97.

[7] Cf. H. Sedlmayr, La revolución del arte moderno…, pp. 202-206. Dice el mismo Sedlmayr que en el arte de la época nihilista hay una “pérdida de centro” tras su fallido “experimentum medietatis”. San Agustín denominaba  así al “arrogante intento del yo de convertirse en centro”.

[8] Cf. El arte descentrado…, p. 186.

[9] Cf. La muerte dela luz…, p. 130.

[10] Cf. Arte sulpiciano y arte moderno, en Estudios 464 (1954) 379.

[11] Cf. N. Berdiaeff, Le sens de l’histoire, Aubier, Paris, 1948, p. 153.

[12] Cf. La deshumanización del arte, 10° ed., Ed. De Rev. De Occidente, Madrid, 1970, pp. 34-36.

[13] La muerte de la luz…, p. 226.

[14] Cit. en A. Boixadós, Arte y subversión, Areté, Buenos Aires, 1977, pp. 23-24.

[15] Carta del 25 de junio de 1897; cit. en J. Maritain, Arte y escolástica…, p. 212.

[16] Revue des Jeunes, 25 de agosto de 1919; cit. en J. Maritain. Arte y escolástica…, pp. 213-215.

[17] Cf. Carta a los revolucionarios bienpensantes, Rialp, Madrid, 1978; ver mi recensión en Mikael 17 (1978) 137-141.

[18] Cf. L. Ouspensky, La théologie de l’icone…, pp. 413-414. Con todo, si bien la gran corriente del decadente arte occidental había invadido la Iglesia rusa, no logró hacer desaparecer de manera definitiva el arte tradicional, que sobrevivió y de algún modo sobrevive bajo la forma del artesanado familiar.

[19] Cf. La Théologie de l’icone…, pp. 463-465. Agrega allí Ouspensky que cuando se procura concebir lo irrepresentable con las mismas categorías que lo representable, desaparece el lenguaje del realismo simbólico. Por su amor a la vida –biológica- el arte del Renacimiento cede a la tentación del “éxito” (lo contrario del “fracaso”), y por su revaloración de la antigüedad pagana, el culto de la carne es preferido a su transfiguración.

[20] Cf.  Verité des Icon…, p. 19.

[21] L’art de l’icone…, p. 68.

[22] Cf. Studio sulle icone…, p. 25.

[23] La théologie de l’icone…, p. 84.

[24] Cf. L’icone, visión du monde spirituel…, pp. 12-15. Escribe Florenskij que al fin de cuentas todo se reduce a creer en el primado y la autosuficiencia ontológica del mundo, en su autocreación y autoafirmación, o bien en el primado de Dios, considerando el mundo una creación suya. La pintura renacentista adhiere por lo general a la primera concepción del mundo. La pintura de iconos se funda en la segunda. De ahí la diferencia de sus métodos: cf. Le Porte Regali…, p. 167.

[25] Cf. L Ouspensky, La théologie de l’icone…, pp. 343-344.

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