25 de Marzo, LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR

Autor: P. Jesús Castellano, OCD “Oración ante los iconos”, Los Misterios de Cristo en el año litúrgico.

Anunciación. Andrei Rublev

Anunciación. Andrei Rublev

Texto bíblico:  Lucas 1, 26-38

El icono de la Anunciación de la Virgen reproduce en símbolos, figuras y colores, la escena evangélica relatada con lujo de detalles -como una página autobiográfica de  María comunicada al evangelista- en el evangelio de Lucas.

Este es el icono d la fiesta del 25 de marzo. Pero antes incluso de que existiera esa fiesta, el evangelio de la Anunciación se proclamaba en los días anteriores a navidad. De aquí la conexión entre el anuncio de la Encarnación y la manifestación de Navidad, que hoy se conserva en uno de los ciclos litúrgicos (B), en ese domingo mariano –el IV de Adviento- que en la actual liturgia de la Iglesia de Roma es precisamente la preparación de Navidad.

Notan los liturgistas que antes de que existiese la fiesta del 25 de marzo –hoy llamada de la Anunciación del Señor o si queremos de la Encarnación –una primitiva fiesta mariana se desarrolló hacia el siglo IV con motivo de la proclamación litúrgica del episodio evangélico del anuncio a María. Las homilías de los Padres del siglo IV y los antiguos himnos, como el célebre himno Akáthistos, son testigos de esa creatividad homilética que se explaya en los primeros comentarios poéticos de este evangelio como si se tratara de una prolongación del saludo del Ángel: “Dios te salve, llena de gracia”.

Contemplemos el icono de la Anunciación

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Esta Anunciación de la Catacumba de Sta. Priscilla, se considera la más antigua, principios siglo III.

(fig. Anunciación C. Priscilla) Una escena familiar para la piedad cristiana. El anuncio a María debió muy pronto llamar la atención de los artistas cristianos. Un antiguo fresco de las catacumbas de Priscilla en el que aparece una figura sentada y otra de pie, se interpreta hoy como una posible pintura primitiva catacumbal de la Anunciación.

(fig. En el arco de triunfo de Sta. María la Mayor). En el arco de triunfo de la Basílica de Santa María la Mayor, en ese espléndido Belén en mosaico con las escenas de la infancia del Señor, el episodio evangélico ya tiene los elementos tradicionales: la Virgen, vestida como matrona romana, sentada en un trono e hilando; el Arcángel Gabriel que viene por los cielos para llevar el anuncio a María; una majestuosa paloma que se posa sobre la Virgen. Estamos ante esa iconografía tradicional que será fácil encontrar a partir del siglo V en mosaicos como el de Parenzo (fig. Anunciación: Mosaico de Parenzo), en bajorrelieves, medallones, miniaturas y más tarde en iconos y en frescos de las Iglesias y monasterios, hasta las pinturas de Fra Angélico y en una incontable secuencia de obras de arte que llega hasta nuestros días.

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Anunciación. Mosaico, Santa María Mayor, siglo V.

El icono de la Anunciación, además de ser el icono de la fiesta propia y estar en todas las series de pinturas y mosaicos que harán la historia de la salvación, tiene una presencia característica en la tradición oriental griega y eslava. La escena de la Anunciación suele ocupar la parte ornamental de las puestas reales del iconostasio bizantino. A veces con la presencia de los cuatro evangelistas a sus lados. Otras veces ocupando la escena todo el espacio de las puestas reales. La Anunciación es la puerta de los misterios. A través de esta puerta –que es María- Dios entra en pleno en la historia de la salvación. Desde la puerta real se lee el evangelio, se anuncia el misterio de Cristo, se predica la homilía. Hasta esa puerta sale el sacerdote antes de ofrecer la Eucaristía –al principio de la Anáfora- para invitar al pueblo a unirse en la oración.

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Beato Fra Angélico. Anunciación, Museo sacro de San Marcos, Florencia.

Otro factor que  ha influido poderosamente en el desarrollo de esta escena es el himno Akáthistos. El tema mismo del himno y sus primeras estrofas en particular son un comentario a la escena evangélica. Hay tablas pintadas con todo el himno; ornamentos sacerdotales o episcopales que tienen bordadas las 24 estrofas con su simbolismo figurativo. En las paredes de los monasterios no es difícil encontrar toda la serie de escenas de las estrofas del himno.

La escena, pues, nos es familiar. Un mosaico de la antigüedad; un fresco de Fra Angélico, o una magnífica “terracota” como la de Andrea della Robbia en el Santuario de la Verna, una pintura clásica o una escena de arte africano con el ángel negro que le lleva una carta a la Virgen, representada por una joven negra, son siempre primorosas evocaciones del mismo misterio y pueden inspirar la contemplación del episodio que abre la puerta de los misterios de la Nueva Alianza en la que María es la nueva Eva.

La Virgen personaje central

En el centro ideal del icono tenemos siempre a la Virgen. Su posición ordinaria es sentada, en actitud meditativa; cerca de ella el rollo o libro de la Escritura; se le pinta también hilando, en actitud contemplativa; hila, según la tradición apócrifa, el velo del templo, o la túnica inconsútil de su Hijo.

Aparece vestida con su manto púrpura; su cabeza está recubierta, como es tradicional en la iconografía bizantina. A veces suele estar de pie, en actitud vigilante de espera, como Esposa pronta para decir su Maranatha: “Ven, Señor”.

En el diálogo con el Ángel se representa en algunos iconos como la nueva Eva, con la sencilla alusión al Paraíso, mediante un árbol que está discretamente insertado en el paisaje, como recuerdo de la desobediencia de Eva y sus consecuencias. Es la Hija de Sión, heredera de las promesas de los Padre. Es el nuevo Israel, que espera la salvación del futuro Mesías. Es la Virgen pobre, que pertenece a los “anawim” de Yahvé, ese resto en el que Dios se complace y por quien entra en el mundo la salvación. Es la humanidad, “cómplice de Dios”, como la llama un autor protestante (Jean Jacques Von Allmen), que casi a escondidas, diríamos a hurtadillas, permite con plena libertad que Dios entre en el mundo por la puerta real de su corazón en el que resuena el “fiat” libre, responsable y amoroso de la humanidad.

Su nombre es María, Myriam de Nazaret. Su situación social es de pobreza, aunque el icono resalte su dignidad casi real, pues es de la estirpe de David. Su condición es la de una Virgen, la doncella desposada con José.

Sobre todo ese misterio visible, el Ángel proyecta la luz de Dios. El Señor la ve y la considera como “agraciada”, la llena de gracia; ése es su nombre y su condición ante Dios. Y su presencia la acompaña. Lo revelan las palabras del Mensajero: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.

Observando el icono podemos releer todo el episodio de Lucas para contemplar la secuencia del saludo, de la conmoción de la Virgen, de su discreta pregunta que pide aclaración, de la respuesta del Ángel, de su sumisión al misterio, cuando finalmente la Virgen, sierva del Señor, con lucidez y gratitud acepta: “Fiat”. “Hágase en mí según tu palabra”.

El otro personaje del icono es el Arcángel Gabriel. El Arcángel excelso, como dice el himno Akáthistos, enviado del cielo para saludar a la Virgen y llevarle el anuncio.

Los ángeles de la Anunciación son bellos, especialmente en la clásica iconografía griega y rusa. Esbeltos y elegantes, con su cabellera majestuosa, con su cetro en la mano, con una posición gallarda en el movimiento de sus pies.

En algunos iconos se añade una escena en lo alto. El Arcángel recibe de la divinidad el mandato de llevar el anuncio a la Virgen. Es un mensajero; trae palabras de Dios y se acerca a María con el saludo y el mensaje. El saludo es una invitación al gozo: Alégrate, llena de gracia. El mensaje es la propuesta que Dios hace a la Virgen María.

Pavel Evdokimov comenta el sentido de las palabras del Ángel que viene del cielo con este significado profundo. El Ángel Gabriel representa la penetrante petición que Dios hace a la Virgen en la que está representada toda la humanidad: ¿deseas contener al incontenible, tener en tu seno a tu Dios, engendrar al que te ha dado la vida? Dios quiere una respuesta libre y generosa; pero también quiere colmar un deseo. No quiere llegar como una realidad superflua hasta el corazón de la humanidad; quiere ser aceptado como Salvador. Evdokimov anota: en la respuesta de María resplandece la llama purísima del amor de aquella que se entrega totalmente a Dios, y por eso está completamente preparada a recibir el don.

El Espíritu y el Verbo

El Angel es el mensajero de Dios Padre. Es su voz y su palabra, antes de que llegue hasta nosotros el Hijo, su Verbo hecho carne.

El Espíritu está presente. Con frecuencia, para indicar esta presencia de Dios desde la parte superior del icono se hace ver un semicírculo del que se desprende un rayo de luz que va directamente a posarse sobre la Virgen. En el rayo de luz a la altura de la Virgen se arremolina en un círculo la luz y dentro de ella aparece, diminuta y blanca, una paloma. Es el Espíritu Santo.

Así se pinta también la paloma del Espíritu en las escenas del Bautismo de Jesús o en alguna escena primitiva de Pentecostés. El Espíritu aletea al principio de la creación, revuela ahora, en la nueva creación, sobre María, tierra nueva y jardín sellado, para fecundarla con su amor. El Espíritu Santo es la sombra que cubre a María, es la gloria que manifiesta la presencia de Yahvé en su templo y en la tienda. Se posa cerca de la Virgen en espera de su respuesta libre. Cuando ella dice sí, desciende sobre ella y la fecunda de una manera virginal y divina. El Santo, bueno y vivificante Espíritu es principio de vida. Es Señor y da la vida, confesamos con la Iglesia en el Credo. Es amor y manifiesta el amor trinitario; une el cielo y la tierra, fecunda la carne virgen de la Esposa, María.

El Verbo, el Hijo del Padre, está todavía invisible. Pero algún icono, con atrevimiento original de ese artista que pintó el icono de la Anunciación de Ustiuj, ya pone en el seno de la Madre, bien visible, la silueta del hijo que ha tomado carne en sus entrañas.

De esta forma, a las palabras finales del episodio de Lucas, siguen las del prólogo de Juan: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Palabras que tienen –en el testimonio de Juan- una inagotable resonancia mariana, como el estremecimiento de aquella tienda que acogió la llegada del Verbo, impulsada por el viento impetuoso de su venida celestial, como aquella carne que se abrió amorosamente para dar cabida al Verbo y para ofrecerle su propia humanidad al Hijo de Dios.

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