Autor: R.P. Alfredo Sáenz S.J. Del Libro: “El icono, esplendor de lo sagrado”
Si la representación navideña del occidente resalta preferentemente la adoración del Redentor recién nacido, por parte de los hombres, que no es sino la consecuencia de aquel hecho salvífico, el mundo bizantino representa el hecho mismo del “Verbum caro factum est”, o mejor, el misterio que se esconde tras el hecho. Bajo el influjo franciscano, la Navidad en Occidente se presenta de una manera más pintoresca, con la figura popular del pesebre, donde el hombre-Dios se destaca más que el Dios-hombre. El Oriente filtra muy severamente toda emotividad en aras del contenido mistérico, poniendo el acento sobre la inefable autolimitación de Aquel que no conoce límite alguno. En María, la creatura da a luz a su propio Creador. Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios. La filantropía divina culmina en la deificación del hombre.
Música para escuchar en Navidad:
Recorramos el icono, una verdadera clase de teología. Destácase en él la gruta negra en que el niño recién nacido es ubicado. El mundo estaba en tinieblas pero ahora “la luz resplandece en las tinieblas” (Jn 1,5). El triángulo sombrío y tenebroso de la gruta representa la tierra irredenta y, más allá, su napa última de derelicción, los abismos del infierno[1], en donde Cristo se sumergiría después de su muerte. Como cantan los maitines del Sábado Santo: “Tu descendiste a la tierra para buscar a Adán, y no encontrándolo, fuiste a buscarlo hasta el infierno”. Cristo ha nacido en el fondo abismal de la desgracia humana, en la sombra de la muerte. La Navidad inclina los cielos hasta los infiernos.
De lo alto cae un rayo de luz, único como Dios, y al pasar por la estrella se trifurca, en evidente alusión a la Trinidad, descendiendo sobre la Madre y sobre el Hijo. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,35). El Espíritu, alegría eterna del Padre y el Hijo, causa aquí la alegría del parto. “Preparemos con gozo nuestra entrada en las fiestas de la Navidad –canta la liturgia- y aclamemos: Gloria a Dios en la Trinidad”. En los primeros siglos la fiesta de Navidad incluía la Epifanía, integrando el conjunto grandioso de las Santas Teofanías. Lo que explica sobre el icono de la Navidad la irradiación de la “Luz trisolar”, manifestación de la Trinidad y justifica el nombre que antes recibía el misterio, a saber, “fiesta de las luces”. Los libros litúrgicos lo llaman también “Pascua”. El año litúrgico avanza así entre dos polos: la Pascua de la Navidad y la Pascua de la resurrección.
En lo alto, a la izquierda, avanzan los magos, en ágiles caballos, como representantes de las naciones. Si los pastores simbolizan a Israel, los magos figuran a los gentiles. Asimismo, algunos Padres decían que en el pesebre fueron invitados a alimentarse los hebreos, representados por el buey, y los gentiles, simbolizados por el asno. Sea lo que fuere, la Navidad aparece como punto de encuentro de todos los pueblos de la tierra.
A la derecha, en la parte inferior, la escena del baño del niño recién nacido, sentado en la falda de la partera Salomé, indica que Cristo no es un hombre aparente sino absolutamente real. Al mismo tiempo parece contener una alusión al bautismo ya que la bañera tiene la forma de una fuente bautismal.
Un dato sugestivo: las fajas blancas que envuelven al Niño se parecen notablemente a los lienzos mortuorios con que el icono de la Resurrección lo muestra a Cristo saliendo de la caverna negra de la tumba: la misma palabra en los textos litúrgicos indica unos y otros. Si el Verbo se hizo carne fue para tener una materia que ofrecer en el altar de la cruz. El niño de Belén ya es el varón de dolores. Los Maitines de la Sinaxis de la Theotokos relacionan a los magos con las mujeres que llevan aromas al sepulcro: “Dios conduce a los magos a adorar al Niño prediciendo su Resurrección después de tres días por el oro, la mirra y el incienso”.
En la composición del icono, el personaje central es la Madre de Dios que, fuera de la gruta, predomina majestuosa. Extendida sobre un manto rojo, revestida de la púrpura imperial, luego de haber dado a luz a su hijo, apoyando la cabeza sobre una mano, se vuelve hacia nosotros, diríase que “meditando en su corazón” el conjunto de misterio de la Encarnación en el cual ella, como flor de la humanidad, nos representó a todos consintiendo a la invitación del ángel, y convirtiéndose en madre de los fieles. “Conservaba todas esas palabras y las repasaba en su corazón” (Lc 2, 19). Todos los personajes del icono la rodean cual Emperatriz y Theotokos, al modo de una corona.
Varios ángeles se hacen presentes en la imagen. Algunos, los de la derecha, se inclinan ante el niño recién nacido. Los de la izquierda aparecen cumpliendo un doble ministerio: dos de ellos se vuelven hacia lo alto, en adoración y alabanza incesante de Dios; son los ángeles de la liturgia celestial que cantan: “Gloria a Dios en la alturas”; el tercero, que se inclina con ternura hacia los pastores, es el servidor de lo humano, el ángel que anuncia la Navidad y proclama: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
Los pastores, los primeros en acudir a Belén, nos recuerdan el oficio de Cristo como Pastor-Mesías. La significación del pesebre proyecta una luz peculiar sobre la parábola del buen Pastor y su descenso a los infiernos, donde lo esperaban numerosos miembros del inmenso redil del que es Mesías.
En el ángulo izquierdo inferior se encuentra San José, sumido en profunda meditación. Visiblemente aparte, muestra que no es el padre carnal del Niño. Se lo presenta en un momento de tentación. El diablo, vestido de pastor, le insinúa dudas sobre la virginidad de María. En otros iconos de la Navidad el pastor aparece indicándole un bastón seco y retorcido, que no puede germinar. El núcleo de la tentación, que en el fresco correspondiente del monasterio de Terantopov se titula “La tempestad que está en el corazón”, es el siguiente: “Así como de este bastón seco no pueden nacer flores, así tampoco de ti, que eres viejo, puede nacer descendencia”. O también, como se dice en los evangelios apócrifos: “Así como este bastón seco no puede producir follaje, una virgen no puede dar a luz”. Es cierto que San José oyó al ángel que le decía “No temas tomar a María por mujer” (Mt 1,20), pero ello no lo libra de la tentación. En el rostro de José se reconoce el drama universal de la historia humana ya que sobre el argumento del pastor se basa toda la crítica del racionalismo a lo largo de los siglos.
El icono incluye numerosos árboles y plantas. Según se afirma en la tercera oda del Primer Canon: “El que con su mano poderosa creó el mundo, aparece como el corazón de su creación”. LA Navidad es también una fiesta del cosmos: “En este día –canta la liturgia- el cielo y la tierra se regocijan proféticamente. Ángeles y hombres, regocijémonos, porque hoy se unen el cielo y la tierra. Que toda la creación dance y se estremezca. Hoy Dios ha venido a la tierra y el hombre se ha elevado a los cielos”. Todos los colores del arco iris: el verde, el rojo, el amarillo, el gris, el púrpura, se ponen al servicio del misterio.
En el kontakion de la fiesta, Romano el Meloda inspira el tema cósmico del icono: “La Virgen, en este día, pone en el mundo a Aquel que supera toda esencia creada y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible. Los ángeles cantan su gloria con los pastores, y los magos caminan tras la estrella, porque nos ha nacido un pequeño niño, el Dios de antes de los siglos”.
Según Herwegen en este icono es posible descubrir un esquema teológico en forma de una gran “X”: arriba, a la izquierda, la adoración del Niño en el pesebre, la estrella, los ángeles; en correspondencia con ello, abajo, a la derecha, la escena del baño. Arriba, a la derecha (y en diagonal hacia abajo a la izquierda), la Madre de Dios, en postura de marcado cansancio; abajo, a la izquierda, San José, como al margen de lo que sucede. El significado sería: arriba, a la izquierda, se afirma la divinidad del Niño; abajo, a la derecha, su humanidad verdadera; arriba, a la derecha, el origen según la carne (su humanidad); abajo, a la izquierda, el origen divino y espiritual (su divinidad).
Sea lo que fuere de tal interpretación, el hecho es que el icono de la Navidad nos resume las grandes ideas que se contienen en el misterio: el movimiento descendente de un Dios que se abaja; el milagro de la maternidad virginal, respuesta divina al fiat de la Virgen que engendra a su propio Creador; y por último, el término dela filantropía divina, la deificación del hombre.
Con una claridad y sencillez extremas, el icono describe con mucha precisión los diversos episodios del relato evangélico, pero de tal manera, y allí está todo su arte, que el contenido mistérico se insinúa con una delicadeza casi musical, y prolonga su canto en el alma de los fieles.
Un himno litúrgico nos parece ofrecer la mejor y más poética síntesis de este icono: “¿Qué te ofrecemos, oh Cristo, por haberte mostrado como hombre sobre la tierra por nosotros? Cada una de las creaturas salidas de tus manos te aporta su testimonio de gratitud: los ángeles, su canto; los cielos, la estrella; los Magos, sus dones; los pastores, su adoración; la tierra, su gruta; el desierto, su pesebre; pero nosotros, los hombres, te ofrecemos una Madre Virgen”.
[1] “Jesús bajó a las regiones inferiores de la tierra”(… ) porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). “Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos” (Catecismo Romano, 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para liberar a los condenados (cf. Concilio de Roma, año 745: DS, 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. Benedicto XII, Libelo Cum dudum: DS, 1011; Clemente VI, c. Super quibusdam: ibíd., 1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Concilio de Toledo IV, año 625: DS, 485; cf. también Mt27, 52-53).(Cfr. CIC ns. 631-633)