Autor: G. PASSARELLI, Iconos, festividades bizantinas, Ed. LIBSA.
LA PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO, “EL ENCUENTRO” [1]

III. Presentación de Jesús, miniatura, Menologio de Basilio II. Vat. gr.1613 f.365, hacia 985, Biblioteca Apostólica Vaticana, Roma
El Creador de Adán es llevado como niño,
¡El Incontenido se hace contenido en brazos de un viejo!
Aquél que mora en el seno ilimitado del Padre
Está circunscrito por su propia voluntad en la carne, no en la divinidad.”[2]

I. Presentación de Jesús en el Templo, esmalte del “Ciclo de las fiestas”, s. XII-XIII, Museo de Arte Georgiano, Kartlia, Tblisi, Georgia.
- Salve, oh llena de gracias,
- Madre de Dios y Virgen,
- Puesto que de ti ha salido el Sol de Justicia,
- Cristo Dios nuestro,
- Que ilumina aquéllos que yacían en las tinieblas.
- Alégrate tú también, oh justo anciano,
- Que has recibido entre los brazos
- Al Redentor de nuestras almas,
- Que nos hace donación de la Resurrección.
- Tú, que con tu nacimiento has santificado
- El seno de la Virgen
- Y has bendecido como convenía
- Los brazos de Simeón,
- Has venido y nos has salvado también a nosotros,
- Cristo Dios.
- Conserva en la paz a tu pueblo
- Y haz fuertes a aquellos que nos gobiernan,
- Oh único amigo de los hombres[3].
[Breve historia]
EL NOMBRE
La Iglesia bizantina, a partir del exordio de esta memoria litúrgica, le ha conferido un nombre significativo: Hypapanti, es decir, Encuentro, entre el hombre viejo y el nuevo, entre Dios y el hombre.
El motivo de fondo es que se ha querido poner el acento sobre el encuentro de Jesús con el viejo Simeón, más que subrayar el motivo de la Purificación de la Virgen o privilegiar el de la Presentación o de la oferta del Niño al Templo. Estos temas, naturalmente, aún estando bien presentes en la himnografía y en la homilética, tienen, no bbstante, menor relieve respecto al episodio del encuentro con Simeón [lám. I].
La elección no es casual, sino referible a la espiritualidad característica de la Iglesia de Oriente. En efecto, aunque la fiesta se venía celebrando en Bizancio desde el 602 en la Iglesia de la Virgen de las Blanquernas, nunca ha asumido significado de recurrencia mariana como ha sucedido en Occidente –la Candelora -, sino que ha sido enumerada siempre entre las fiestas despóticas, es decir, del Señor. [4].
LA FIESTA
Parece ser que la fiesta tuvo su origen en el seno de la Iglesia de Jerusalén. Se tienen las primeras noticias de ésta en el siglo IV en el Diario de Viaje de Egeria, en la que se lee que la memoria era celebrada el cuadragésimo día después de la Epifanía, o sea, el 14 de febrero.
Para la ocasión estaba prevista la celebración de la liturgia eucarística en la iglesia de la Anástasis (Resurrección) sin particularidad alguna salvo el sermón, que versaba sobre la Presentación en el Templo de Jesús.
En el Diario, no obstante, no se hace ninguna mención al rito de los cirios.
Según Cirilo de Escitópolis († hacia 560) fue la matrona romana Ikelia –que vivió en tiempos del emperador Marciano (450-457)- la que sugirió celebrar la fiesta de la Presentación introduciendo el uso de una procesión acompañada de una luminaria[5].
Podía ser considerado un episodio ocasional si no se registraran, en la misma época, una serie de fuentes que explícitamente aluden a luces y antorchas.
En el caso, por ejemplo, de Cirilo de Alejandría († 444) que, dirigiéndose a los fieles, los exhorta de esta forma: “Festejamos de forma resplandeciente con brillantes lámparas el misterio de tal día.”[6] Y en una homilía jerosolimitana anónima de la misma época se puede leer: “Seamos resplandecientes y nuestras lámparas sean brillantes. Como hijos de la luz ofrecemos cirios a la verdadera luz que es Cristo.”[7]
En el siglo VI, sabemos por severo, patriarca de Antioquía (512-528), que la fiesta de la presentación se celebraba en las iglesias de Palestina y en Constantinopla, donde hacía poco que había sido introducida[8].
Luego podremos decir, a grandes rasgos, que entre finales del siglo V y principios del VI, las distintas Iglesias del territorio oriental del Imperio habían hecho suya tal festividad. (…)
Se lee en la Crónica de Teófanes que, en octubre del 534, se había declarado en Constantinopla una terrible peste, y al cesar ésta Justiniano ordenó que la fiesta de la Presentación se celebrara en la capital y en todo el Imperio el 2 de febrero. Nicéforo, en la Historia Eclesiástica [9] sostiene en cambio, que fue Justino, tío y predecesor de Justiniano, quien introdujo la solemnidad en Bizancio en el 527.
Estas noticias históricas, aunque discordantes entre sí, no son sin embargo contradictorias; tal vez sea atribuible a Justiniano sólo el cambio de la fecha de la fiesta del 14 al 2 de febrero para recordar –se dice- el cese de la epidemia. Consideramos, por tanto, que el cambio de fecha sea debido al afirmarse en Constantinopla la solemnidad de la Navidad el 25 de diciembre, mientras que para Justiniano oficialmente seguía siendo el 6 de enero. De hecho, según la prescripción del capítulo 12 del Levítico (a la cual hace referencia explícita la pericope del evangelista Lucas), el Niño debe ser ofrecido el cuadragésimo día de su nacimiento, por tanto del 6 de enero al 14 de febrero son 40 días; si, en cambio, el nacimiento se atrasa al 25 de diciembre, el 40° día cae el 2 de febrero[10].
En Roma fue introducida por el papa Sergio I (687-701) –un italosirio procedente de la Sicilia Bizantina[11]-. Algunos estudiosos consideran que la fiesta debió haber sido adoptada en la vieja capital para suplantar alguna recurrencia pagana como por ejemplo la de los Lupercales o la de la búsqueda de Proserpina por su madre Ceres.
El argumento ha sido largamente debatido. Las opiniones difieren, aunque parece haber prevalecido la opinión de aquéllos que no veían relación alguna o intento de solapamiento sobre una u otra fiestas paganas[12].
LA ICONOGRAFÍA

II. La Presentación del Señor en el Templo. Mosaico de Pietro Cavallini en la Basílica de Santa Mar´pia de Trastevere, Roma.
La iconografía de la Presentación se ha mantenido sustancialmente estable. La variante más importante es la relativa a Simeón que, en algunas representaciones, tiene el Niño entre sus brazos (fig. 1) y en otras está simplemente en espera de recibirlo. Otras diferencias se refieren a la posición de los personajes (María, José y Ana) dentro de la escena, por tanto del todo secundarias y de escasa influencia en el significado[13] [láminas I-VIII].
La iconografía es muy simple: ilustra el breve relato del Evangelio de Lucas[14], del que se ha querido captar el momento destacado: el encuentro entre el Cristo y el justo Simeón.
En el centro de la imagen generalmente aparece la Virgen, que se encuentra ante Simeón al que está a punto de darle el Niño, o se lo acaba de dar. Además están representados la profetisa Ana y José, que lleva dos palomas.
En el centro de la escena, en segundo plano, se entrevé un altar cubierto por un ciborium (baldaquín). De este modo, mediante la representación del presbiterio (vima) de una Iglesia bizantina, ha sido esquematizado el concepto del Templo.
La disposición ciertamente puede causar asombro, pero todo concurre para transmitir la idea de que la escena se ha desarrollado ante el Santuario del Señor[15].
Algunas veces sobre el fondo se yergue un edificio. Se trata plausiblemente de la representación externa del Templo, reclamo visual del pináculo sobre el que el demonio llevó a Jesús para tentarle[16] (lámina V).
LA VIRGEN
“Se lee en el Evangelio: “Cuando llegó el tiempo de su purificación según la Ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para ofrecerlo al Señor: “Cada varón primogénito será sagrado al Señor”; y para ofrecer el sacrificio una pareja de tórtolas o de pichones como prescribe la Ley del Señor.” (Lc 2,22-24).
“El Señor, en efecto, había ordenado a Moisés: “Cuando una mujer quedara encinta y dé a luz un varón, será inmunda por siete días; será como en el tiempo de sus reglas. El octavo día se circuncidará al niño. Luego permanecerá aún treinta y tres días en la sangre de su purificación; no tocará nada santo ni irá al santuario hasta que se cumplan los días de su purificación. (…) Cuando se cumplan los días de su purificación, según que haya tenido hijo o hija, presentará ante el sacerdote, a la entrada del tabernáculo de la reunión, un cordero primal en holocausto y un pichón o una tórtola en sacrificio por el pecado. El sacerdote los ofrecerá ante el Señor y hará por ella la expiación, y será pura del flujo de su sangre. Ésta es la ley para la mujer que da a luz hijo o hija. Si no puede ofrecer un cordero, tomará dos tórtolas o dos pichones, uno para el holocausto y otro para el sacrificio por el pecado; el sacerdote hará por ella la expiación y será pura” (Lev 12, 2-8).
“Y aún: “El Señor dijo a Moisés: “Conságrame todo primogénito; las primicias del seno paterno, entre los hijos de Israel, tanto de los hombres cuanto de los animales, mías son. (…) Tú consagrarás al Señor todo primogénito de todo seno materno. (…) También redimirás a todo primogénito humano de entre tus hijos. Y cuando tu hijo te pregunte mañana ¿qué significa esto?, le dirás: ‘Con su poderosa mano nos sacó el Señor de Egipto, los primogénitos de los hombres y los primogénitos de los animales. Por esto sacrifico al Señor cada primer fruto del seno materno, si es de sexo masculino y redimo todo primogénito de mis hijos’. Esto será como señal en tu mano, será un ornamento entre tus ojos, para recordar que con mano poderosa el Señor nos sacó de Egipto”‴.[17]
“Terminados, entonces, los días de purificación de María, José los condujo a ella y al Niño al Templo del Señor. Subieron a Jerusalén y entraron en el Templo por la grandiosa puerta llamada la Bella. Una vez terminada la ceremonia de purificación y de redención, María tomó en brazos al Niño y estrechándolo en su seno se encaminaba hacia el atrio de las mujeres.
Rebosante de amor materno y aún llena de asombro se preguntaba cómo había podido ser madre y al mismo tiempo permanecer virgen. Reconociendo que todo aquello sobrepasaba la naturaleza, con ansia meditaba para sí:
“¿Qué nombre hallaré para designarte, hijo mío? Si te llamo hombre, como pareces ante mis ojos, estás por encima del hombre, Tú que has conservado intacta mi virginidad. ¿Te llamaré hombre perfecto? Pero sé bien que tu concepción ha sido divina: Ningún hombre ha sido concebido nunca sin unión ni semen como lo fuiste tú, o sin pecado. Y si te llamo Dios, me asombro al verte parecido a mí, puesto que no tienes nada que te diferencie de los atributos de los hombres, salvo que has estado exento del pecado en tu concepción y en tu nacimiento. ¿Qué te daré, mi leche o mi alabanza?”[18] (Láminas I-III y V).
Y la alegría y el temor constreñían su corazón, cuando vino a su encuentro un anciano que había reconocido en el Niño a su Dios. Quiso poder cogerlo en brazos. La madre bendita se lo dio y no terminaba su asombro por las palabras que el anciano decía a su niño.
Y Simeón, después de haber contemplado al chico largamente y haber profetizado su porvenir, se volvió a ella y le dijo: “Él está aquí para ruina y resurrección de muchos en Israel, signo de contradicción para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones. Y también a ti una espada atravesará el alma”[19].
La Madre de Dios con las manos tapadas en actitud reverencial adora a su Hijo y a su Dios, que ha querido así disponer de ella, su sierva. Ella repite cuanto había respondido al Ángel: “Entonces María dijo: “Hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38).
En los iconos María se halla colocada en primer plano respecto al altar que, como hemos dicho, simboliza al Templo, lo cual no es casual (láms. II y VII). La Iglesia bizantina, en uno de sus himnos más populares, el Himno Akathistos, canta:
“Al ensalzar tu parto, oh Madre de Dios, te celebramos todos cual templo animado, habiendo morado en tu seno el Señor, que en una mano todo sostiene. Él te santificó, te glorificó, enseñó a todos a exclamar a ti: Salve, oh habitáculo de Dios y del Verbo; salve, oh santa sobre todos los santos; salve, oh arca indorada del Espíritu Santo”.
Ella está en el centro del icono porque encarna la luz puesta sobre el candelabro, es esa “lámpara resplandeciente, aparecida a aquéllos que están en las tinieblas, puesto que, habiendo proporcionado la Luz inmaterial, guía a todos al conocimiento divino, iluminando de esplendor las mentes”[20].
Su manto es rojo, símbolo del sufrimiento, que marcará su humanidad, preanunciada por Simeón. Tiene el vestido azul para recordar su profundo valor teológico y funcional: Madre de Dios y presencia misericordiosa e intercesora entre el Hijo y Dios para toda la humanidad, de la que es primicia.
EL CRISTO
En los iconos de la fiesta el sujeto, Cristo, parece desaparecer entre los personajes y los edificios del fondo. No obstante, si se le observa atentamente, se puede notar que su actitud no es la típica de un niño, sino más bien la de un adulto, o aún mejor la de un legislador, de un rey. Él tiene entre las manos el quirógrafo del pecado, ese documento en el que estaba escrita nuestra deuda, y cuyas condiciones nos eran desfavorables[21].
“Quien perdona las deudas a todos los hombres, queriendo perdonar las antiguas ofensas, espontáneamente vino a los desertores de sus gracias, y rasgó el quirógrafo del pecado”[22].
Este Niño es el Hijo “amado” venido para rescatar la deuda y restituir al hombre la antigua dignidad. Su misericordia es eterna, y es esta misericordia la que ha suscitado en las mentes de los hombres, oscurecidas por el legalismo, una contradicción que no ha permitido reconocerle como al mismo Dios.
Es significativo, a este respecto, el siguiente episodio: “Un día Jesús estaba enseñando. Se sentaban junto a Él también fariseos y doctores de la Ley, venidos de cada aldea de Galilea, de Judea y de Jerusalén, y el Poder del Señor le hacía obrar curaciones. Y he aquí que algunos hombres, llevando sobre una camilla a un paralítico, intentaban hacerlo pasar y traerlo ante Él. No encontrando sitio por dónde meterlo lo izaron a través de las tejas con la camilla ante Jesús en mitad de una habitación. “Al ver su fe, dijo: “Hombre, estás redimido de tus pecados”.
Los escribas y fariseos empezaron a discutir diciendo: “¿Quién es éste que pronuncia blasfemia? ¿Quién puede perdonar los pecados sino el mismo Dios?” Jesús, al oír su razonamiento, respondió: “¿Qué andáis razonando en vue3stros corazones? ¿Qué es más fácil decir: Se te perdonan tus pecados, o decir: Levántate y anda? Ahora, para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene el poder sobre la tierra de perdonar los pecados: Yo os digo, exclamó volviéndose hacia el paralítico, levántate, toma tu camilla y ve a tu casa”.
Al instante se levantó delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se marchó a casa, glorificando a Dios. Quedaron todos fuera de sí, glorificando a Dios, y llenos de temor decían: “Hoy hemos visto cosas increíbles.”‴[23]
Las representaciones parecen jugar de contrapunto sobre dos distintas visiones del episodio evangélico, por una parte ilustrar en su esencialidad un evento histórico aún vivo en el uso litúrgico, y por otra sugerir indirectamente otra lectura no menos sugestiva.
La presencia del altar y del trono en el fondo de la escena ambienta el episodio ante el santuario del Señor [láminas II, III, VI-VIII]. Se evidencia así una tradición litúrgica: la purificación de la mujer después de cuarenta días desde el parto y la introducción del niño en la comunidad eclesial.
En tal circunstancia el sacerdote, después de haber recitado en el atrio de la iglesia (nártex) la oración tradicional prevista para la purificación de la madre, toma entre sus brazos al niño. Después de recitar sobre él una oración en la que se hace referencia a este episodio de la vida del Salvador, lo introduce en la iglesia. Si es una niña la lleva hasta las puertas del santuario devolviéndola luego a la madre. Tratándose en cambio de un niño, el ministro de Dios le introduce en el presbiterio y, según algunas costumbres, lo deposita también sobre el altar.
En ambos casos el sacerdote termina la ceremonia recitando las palabras del viejo Simeón: “Ahora deja que tu siervo se vaya en paz.”[24]
Sobre el resto de esta tradición el fiel ve reflejada en el icono una realidad viva y vívida, y le resulta inmediata la coincidencia identificativa entre el justo Simeón y la figura sacerdotal dentro del Templo-santuario de una iglesia bizantina.
Así el misterio de la Encarnación y la verdadera humanidad de Cristo son coparticipadas de forma completamente espontánea y natural: Jesús se ha hecho un hermano porque también ha sido ofrecido al Señor en su Templo santo.
(…) Junto a semejante lectura de la representación aparece otra a primera vista más compleja y sofisticada que, sin embargo, proporciona la clave para entender la realidad espiritual y el mensaje inherente a la solemnidad.
Entre las lecturas bíblicas prescritas en la víspera de la fiesta se encuentra el relato relativo a la visión de Isaías.
“En el año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado sobre su trono alto y sublime, y sus haldas henchían el templo. Había ante Él serafines, y cada uno tenía seis alas: con dos se cubrían el rostro y con dos se cubrían los pies, y con las otras dos volaban, y los unos a los otros se gritaban y se respondían: “¡Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos! Está la tierra llena de su gloria.” A estas voces temblaron las puertas en sus quicios, y la casa se llenó de humo. Yo me dije: “¡Ay de mí, perdido soy, porque siendo un hombre de impuros labios, que habita en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor de los ejércitos!” Pero uno de los serafines voló hacia mí, teniendo en sus manos un carbón encendido que con las tenazas tomó del altar, y, tocando con él mi boca, dijo: “Mira, esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido quitada y borrado tu pecado.”‴[25]
La elección de este texto no es casual.
Cuando los fieles miraban el icono de la fiesta y escuchaban la narración bíblica, establecían una inmediata correlación: “El incomprensible Verbo, que en su plenitud bajó sobre la tierra sin dejar en modo alguno de estar en los cielos[26], que humildemente había nacido en una cueva y había sido llevado a Jerusalén según cuanto prescribía la Ley, es el mismo Señor aparecido a Isaías.”
Es por esto que algunos elementos, descritos en el fondo, aluden claramente a la visión de Isaías: el trono es el de la visión, pero en el icono nno hay nadie sentado en él. El motivo hay que buscarlo en el episodio evangélico en el que fue preguntado a Jesús: ‴“Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar”. Jesús le dijo: “Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni enJerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos: pero ya llega la hora, y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad.”‴[27]
El velo purpúreo que en algunos iconos [láminas V-VII] cubre los edificios del fondo, quiere expresar figurativamente las haldas del manto del Señor que recubren todo lo creado.
Si se exceptúa, por tanto, el altar que indirectamente forma parte de la simbología, se configura aquí una evidente referencia a la tremenda visión del Señor de los ejércitos ante la cual Isaías ha tomado conciencia de su pequeñez e impureza.
“De improviso –había advertido el profeta– serás visitada por el Señor de los ejércitos con truenos, estruendo, con huracán, tempestad y llama de fuego devorador.”[28]
Pero en lugar del Señor de los ejércitos sólo hay un niño.
El anónimo autor del Himno Akathistos estaba plenamente compenetrado por esta realidad espiritual cuando escribió: “A Simeón, que estaba a punto de abandonar este mundo falaz, fuiste presentado como niño, cuando él te conocía como Dios perfecto, y se quedó atónito por tu inefable sabiduría, y con él también toda la naturaleza angélica quedó sorprendida por la gran obra de tu Encarnación, porque veía a Aquél que es inaccesible como Dios, accesible a cada uno como hombre, conversar con nosotros y escucharnos a todos.”[29]
Privilegiando, por tanto, el tema del Encuentro la Iglesia de tradición bizantina ha querido una vez más poner el particular acento sobre el inefable acto de amor que el Señor ha realizado a favor de su “imagen”[30].
Él se ha encarnado y por amor ha aparecido como hombre, para atraer a sí, como hombre a la humanidad[31]. Señor Omnipotente, se ha presentado como humilde servidor, para que el hombre no se quedase espantado ante su infinita majestad y sintiera su propia fragilidad e impureza como Isaías, sino que como Simeón corriera a su encuentro y, teniéndolo en brazos, pudiera experimentar toda su confianza.
En los iconos figura el altar que, aunque indirectamente, existe ya en la visión de Isaías. Su función es la de simbolizar la sacralidad del lugar. Es oportuno, no obstante, profundizar ulteriormente en el significado.
Ante todo el altar está colocado en el centro, mientras que el trono está dibujado lateralmente. Esto denota una elección muy precisa. El encuentro entre Cristo y Simeón tiene lugar ante el altar, el altar de la Nueva Alianza, el altar sobre el que se inmola el cordero inmaculado, el altar sobre el que se perpetúa el sacrificio del Señor [láminas II, III,VI-VIII].
El nexo visual que la iconografía quiere transmitir da a entender que cada hombre es Simeón, y en cualquier momento puede encontrar al Señor, recibir en sus propias manos al Señor de los ejércitos uniéndose a la Eucaristía.
Es el paso de la Ley a la fe, como explica el Apóstol Pablo: “Antes de venir la fe, estábamos bajo la custodia de la Ley, encerrados con vistas a la fe que había de revelarse. De suerte que la Ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo para que fuéramos justificados por la fe. Pero llegada la fe, ya no estamos bajo el ayo.
Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo. No hay varón o hembra porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa.
Digo yo ahora: Mientras el heredero es niño, siendo el dueño de todo, no difiere del siervo, sino que está bajo tutores y administradores hasta la fecha señalada por el padre. De igual modo nosotros, mientras fuimos niños, vivíamos en servidumbre bajo los elementos del mundo; mas al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción. Y, puesto que sois hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre! De manera que no eres siervo, sino hijo, y también heredero por medio de Dios.”[32]
SIMEÓN

IV. Simeón y e Niño, fresco, 1488-1547, ábside lateral, iglesia del Monasterio de Voronetz, Rumania.
Narra el Evangelio: “Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu vino al templo[33]. No había venido al Templo ni por casualidad ni por su voluntad, sino movido por el Espíritu de Dios, pues todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios.”[34]
El Espíritu, por tanto, lo condujo al Templo. Encontró al Niño y lo tomó en brazos.
En los iconos Simeón tiene al Señor sobre las manos cubertas y está agachado hacia Él en señal de adoración. Su rostro es iluminado por una mirada llena de ternura. Una mirada que quiere decir tantas cosas y Romano el Meloda ha captado figurativamente expresiones tan particulares que no pueden dejarse a un lado: “Tú eres grande y glorioso –parece decir el jjusto-, has sido engendrado misteriosamente por el Altísimo, hijo todo santo de maría digo que eres uno, visibles e invisible, finito e infinito. Según la naturaleza pienso en ti y creo que eres hijo eterno de Dios pero también te confieso, más allá de la naturaleza, como hijo de la Virgen. Es por esto que oso considerarte como una lámpara: porque cualquiera entre los hombre que lleve una lámpara se alumbra peros no se quema”.
Con estas palabras la virgen sin mancha ha quedado en entredicho. Entonces el anciano ha dirigido a ella estas palabras: “Todas las profecías han anunciado a tu hijo, que has engendrado sin semen humano y además un profeta ha hablado de ti proclamando este milagro: la puerta cerrada eres tú, madre de Dios, porque por ti el Señor ha entrado y ha salido, sin que fuera abierta o sacudida la puerta de tu castidad.
Te quiero revelar y profetizar cada cosa, oh inmaculada: El Señor no se ha manifestado para que algunos caigan y otros sean levantados; el Misericordioso no siente algún placer por la caída de los hombres, y no está aquí bajo el pretexto de hacer caer a aquéllos que están de pie, sino que está entre nosotros más bien para aprestarse a levantar a los que están caídos, para rescatar de la muerte a su criatura. Te predico que será señal de contradicción. La señal será la Cruz. Este misterio será objeto de una tal contradicción que en tu espíritu nacerá la incertidumbre. Sí, cuando veas clavado en la Cruz a tu propio hijo, oh inmaculada, recordando las palabras del Ángel que te anunció la concepción divina y los milagros indecibles, en ese momento dudarás. El desconcierto en el que el dolor te hundirá, será para ti como una espada; pero luego llegará la curación inmediata de tu corazón.”[35]
Al final el justo, conmovido, pidió: “Ahora deja que tu siervo se vaya en paz”.
En un icono de la Escuela de Novgorod el iconógrafo ha plasmado con particular viveza la intensidad del nexo espiritual que media entre Simeón y el Niño; la figura del anciano agachado sobre el Hijo de Dios y el intercambio de miradas entre los dos transmite admirablemente el sentido profundo del evento, humano y divino.
El Niño mira intensamente a Simeón y con su regia mirada demuestra claramente que aprecia su plegaria [lám.VIII].
Romano el Meloda poéticamente ha puesto en su boca esta respuesta: “Amigo mío, ahora permito que tú dejes este mundo para habitar en la vida eterna. Te envío ahí donde se encuentra Moisés y los otros profetas: anúnciales que he venido, yo del que han hablado sus profecías: he nacido de una virgen, como predijeron; me he aparecido a aquéllos que habitan el mundo y he vivido entre los hombres como anunciaron. Pronto iré a encontrarte rescatando a la humanidad.”[36]
Le asigna por tanto la tarea de ser su precursor ante los justos que esperaban en los infiernos la llegada del Mesías.
Los Apócrifos cuentan, en efecto, que Simeón asumió esta tarea: “Mientras estábamos en la profunda calima de las tinieblas con todos nuestros padres –se lee en el Evangelio de Nicodemo- apareció de improviso un áureo color solar y una luz purpúrea resplandeciente sobre nosotros. Inmediatamente el padre de todo el género humano con todos los patriarcas y profetas aclamaron, diciendo: “Esta luz es el principio de la Luz sempiterna que la Luz coeterna prometió transmitirnos.” Y mientras todos ensalzan en la luz que resplandecía para nosotros, llegó nuestro padre Simeón y dijo exultante: “Glorificad al Señor Jesucristo Hijo de Dios, pues cuando nación niño, yo en el Templo le recibí entre mis manos, y movido por el Espíritu Santo, confesé y dije: ahora mis ojos han visto la salvación que has preparado en presencia de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes y gloria de tu pueblo Israel.” Toda la multitud de los santos, oyendo esto, aclamaba aún más.”[37]
¿Pero por qué el viejo dice: “Ahora deja que tu siervo se vaya en paz”? No dice: quiero morir, sino que añade quiero morir en paz.
El motivo es que como buen judío recordaba cuanto había sido prometido al padre Abraham: “En cuanto a si, irás donde tus padres en paz, después de haber vivido una feliz vejez.”[38]
Orígenes comenta: “¿Quién muere en paz sino aquél que posee la paz, “la paz de Dios, paz que va más allá de cualquier inteligencia y custodia el corazón”[39] de quien la posee? ¿Quién se va de este siglo en paz, sino aquél que comprende que “Dios estaba en Cristo para conciliar consigo el mundo”[40], aquél que no nutre enemistad y rencor hacia Dios, sino que ha conseguido en sí mismo, co las buenas obras, la plenitud de la paz y de la concordia, y se va por tanto en paz para alcanzar a los santos padres, hacia los cuales se fue también Abraham?”[41]
ANA Y JOSÉ
Continúa el Evangelio: “Había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, muy avanzada en días, que había vivido con su marido siete años desde su virginidad, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro. No se apartaba del templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Como viniese en aquella misma hora, alabó también a Dios y hablaba de Él a cuantos esperaban la redención de Jerusalén.”[42]
Tras la figura de Simeón o junto a José está representada la profetisa Ana. A menudo el dedo de la mano derecha levantado hace argumentar que está captada en el momento en que habla del Niño [láms. III, VII]. A menudo tiene entre las manos un rollo (don de la profecía).
La Escritura no especifica lo que dijo, pero también ella mereció por su vida santa encontrar, como Simeón, a su Salvador. Ella, como ya había sido para Judith[43], había transcurrido la viudez en ayuno y oración y había recibido esta gran alegría antes de terminar sus días en la tierra.
Aparece, finalmente, también José, entre las manos tiene la ofrenda de las palomas. Escucha en silencio y lleno de asombro lo que se decía del Niño.
A menudo los personajes de la representación forman dos parejas, pero no están asociados entre ellos por relación humana sólo es el Niño el elemento que los une, el amor del Señor.

La Presentacion de Jesus en el Templo, fines s. XV o comienzos s. XVI, Nóvgorod, Museo de Historia y Arquitectura
[1] G. PASSARELLI, Iconos, festividades bizantinas, Ed. LIBSA, 1999, 129.
[2] Romano el Meloda, XVI, 1.
[3] Se trata de dos himnos de la fiesta (apolytikion e kontakion).
[4] Cfr. RIGHETTI, 115-120. [Creo que es el equivalente a como la llamamos en América: La Candelaria].
[5] Págs.. 114, 469.
[6] Págs.. 77, 1040-41.
[7] Págs. 33, 1201.
[8] RAHMANI, Studia syriaca, f.3, Monte Líbano 1908, 73 y ss.
[9] VII, 28.
[10] Agradezco al Prof. Maurizio Paparozzi esta sugerencia.
[11] L. DUCHESNE, Liber Pontificalis, I, París 1886, 376; A. MESSINA, I Siciliani di rito greco e il Patriarcato di Antiochia, en “Riv. Di Storia della Chiesa in Italia”, 32 (1978), 415-421.
[12] Para la historia de la fiesta véase RIGHETTI, 115-120.
[13] Cfr. DIONISIO DA FURNA, 117; E. LUCCHESI – PALLI – L. HOFFSCHOLTE, Darbringung Jesu im Tempel, in LCI I, 473-477.
[14] Lc 2, 22-39.
[15] Véase La Presentación de María en el Templo, 67 y ss. Del libro que estamos siguiendo.
[16] Cfr. Mt 4,5-6
[17] Ex 13, 1-16.
[18] ROMANO EL MELODA, XVI, 3-4.
[19] Lc 2,34-35.
[20] Himno Akathistos.
[21] “habiendo cancelado la escritura presentada contra nosotros, la cual con sus ordenanzas nos era adversa. La quitó de en medio al clavarla en la Cruz” (Col 2, 14).
[22] Himno Akathistos.
[23] Lc 5, 17-26.
[24] Euchologhion, Roma 1883, 143-145.
[25] Is 6,1-7. Himno Akathistos. Jn 4, 19-24. Is 29, 6.
[26] Himno Akathistos.
[27] Jn 1, 26.
[28] Is 29, 6. Es interesante la nota de Mons. Struvinger: “En la Biblia los dramas se escriben con pocas palabras. Se trata de la lucha de muchos pueblos contra Ariel, la ciudad santa, que se salvará súbitamente por la intervención de Dios. Cf. 60, 22 y nota. Se puede pensar en la invasión de los ejércitos de Senaquerib, al par que en la conjuración de los gentiles contra la Ciudad de Dios en los últimos tiempos. Es muy frecuente en Isaías la unión de los dos horizontes, el cercano y el lejano, de modo que muchas de sus profecías tienen un doble cumplimiento, uno histórico y otro escatológico, siendo el primero la figura del segundo. Cf. 28, 14-18, donde se trata primero de una alianza con los pueblos paganos, especialmente Egipto, y al mismo tiempo de una profecía mesiánica, figurando la piedra (28, 16) a Cristo. Véase también Mateo capítulo 24, donde la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo forman una misma profecía”.
[29] Himno Akathistos.
[30] Gén 1,26.
[31] Cfr. Himno Akathistos.
[32] Gal 3,23-24, 7.
[33] Lc 2, 25-27.
[34] Rom 8,14
[35] ROMANO EL MELODA, XIV, 17.
[36] Ibidem.
[37] MORALDI, 628.
[38] Refiriéndose Dios a Abraham le dice: “Tú (entretanto) irás a tus padres en paz, y serás sepultado en buena ancianidad”. Gén 15,15.
[39] Fil 4,7.
[40] 2Cor 5,19.
[41] ORIGENE, Commento al Vangelo di Luca, XV, 3-4, Roma 1974, 118-119.
[42] Lc 2,36-38.
[43] Cfr. Jdt 8, 4-5.
Muchas gracias por semejante explicación, nos ayuda a ver todo aquello que nos dicen los íconos y lo vemos solo con los ojos espirituales, es admirable todo lo que podemos apreciar , unirnos a los personajes y siempre terminando la lectura con un asombro , también desde el espíritu increíble, perdón pero no se como expresar lo que siento y vivo con los íconos!!!! gracias.
Gracias María Julia. Lo importante que el icono nos haga llegar al misterio, que nos haga rezar. Bendición.