Autor: P. Alfredo Sáenz, S. J. De su libro: “El icono, esplendor de lo sagrado”.
Antes de ver el proceso del arte sacro en los últimos siglos, veremos brevemente como fue declinando el arte en Occidente. Seguiremos el capítulo noveno del interesante libro del P. Sáenz.
En Rusia, desde las postrimerías del siglo XVII, y en el Occidente, a partir del Renacimiento, se advierte un sostenido receso del arte litúrgico, cuyos síntomas vamos a bosquejar. Pero para enmarcarlo mejor analizaremos primero el proceso del arte en general.
- EL DECLINAR DEL ARTE EN OCCIDENTE
Obsérvase en Occidente, sobre todo desde el siglo XV, cuando culmina lo que se ha dado en llamar el primer Renacimiento, una progresiva decadencia del sentido trascendente y metafísico del arte, una progresiva des-vinculación de sus raíces ontológicas, un creciente enclaustramiento en el hombre y en el arte mismo.
Por cierto que los críticos de arte divergen en sus apreciaciones. De entre todos los que hemos frecuentado, no hemos encontrado ninguno que nos ofreciera, a nuestro juicio, una visión tan profunda como H. Sedlmayr[1], del cual hemos leído cuatro obras, una mejor que otra, a saber, La revolución del arte moderno[2], El arte descentrado, que lleva como subtítulo: Las artes plásticas de los siglos XIX y XX como síntoma y símbolo de la época[3], Épocas y obras artísticas, en dos tomos[4], y La muerte de la luz[5]. Si bien, como es fácil de entender en una consideración tan compleja, no compartimos en su totalidad la entera gama de sus opiniones, creemos sin embargo que pocos autores serían capaces de ofrecernos como él una visión tan complexiva, tan filosófica y, hasta se diría, tan teológica del proceso del arte en los últimos siglos.
Antes de abocarse a la consideración de los siglos XIX y XX, que en nuestra opinión constituye lo más logrado de sus análisis, Sedlmayr intenta una apretada síntesis de lo acaecido en el arte occidental desde el siglo VI, señalando cuatro épocas, de las cuales las dos intermedias se hallan emparentadas por su tema central. La primera es la del prerrománico y románico (550-1150), que califica como la época del Dios-Señor, porque en ella Cristo es representado sobre todo en su divinidad, como rey terrible del Universo. La segunda época es la del gótico (1140-1470), que llama la del Dios-hombre, ya que en ese tiempo, dominado por el espíritu de San Bernardo, Cristo no es representado en la anterior actitud de majestad temible o con los rasgos del juez severo, sino más cerca del hombre, rodeado de Nuestra Señora y de los santos; en un segundo momento, se lo mostrará en su desamparo, su quebranto y su pena, en las imágenes conmovedoras de la Pasión. El tercer momento, el del Renacimiento y Barroco (1470-1760) es caracterizado como el período del hombre-Dios y del hombre “divino”, ya que en él la figura central es la del hombre “grande”, enérgicamente exaltado como el colaborador de la obra creadora de Dios; su cuerpo es admirado en su esbelta desnudez, y Cristo mismo es concebido como el hombre supremo, el resurrecto, con torso de atleta; las “ascensiones” y “apoteosis” pueblan los techos de las iglesias barrocas. Y en el campo profano adquieren especial relevancia los palacios del “divino” hombre, visto a la luz de dos figuras mitológicas centrales: Hércules y Helios. Finalmente, la cuarta época, la Edad Moderna (de 1760 a…), es la del Hombre Autónomo, un tiempo dominado por el abismo abierto entre Dios y el hombre , que ya se considera independiente, y sustituye a Dios por ídolos como la naturaleza, la razón, su mismo arte, la máquina, el caos…[6].
Tratemos de sistematizar, con la ayuda de diversos expertos, las características del arte moderno, que nos servirán de marco referencial para nuestras ulteriores consideraciones sobre el estado actual del arte sagrado. Porque el arte, para ser verdaderamente tal, debe mantener su relación con el hombre entero, a quien se le ha encomendado buscar, al mismo tiempo que lo bello, lo verdadero y lo bueno. Lo que hay que entender es que un mundo que se ha ido alejando progresivamente de Dios, no puede menos de resentirse también de su arte. La visión según la cual el tema central de la historia es, como decía Goethe, la batalla entre la fe y la incredulidad, afecta profundamente al arte, como se nota sobre todo por lo acontecido en los dos últimos siglos. No es posible referirse a la decadencia del arte desvinculándola de la decadencia del hombre.
“…el gran paso se franqueó cuando el hombre creyó que podía vivir sin símbolos. Fue la victoria de la razón sobre el símbolo”.
Sedlmayr adhiere a lo que en 1939 expresaba René Huyghe: “Para muchos, el Arte no es más que una diversión al margen de la vida real. No se dan cuenta de que muerde en el mismo corazón de la vida y pone de manifiesto sus secretos no intuidos; de que constituye la confesión más directa y franca, por ser la menos premeditada. En el Arte aparece sin máscara alguna el alma de una época; ésta se busca a sí mismo gracias al Arte, revelando los prejuicios, la sensibilidad y las obsesiones de las gentes”[7]. Más aún, el mismo Sedlmayr se propuso mostrar la posibilidad de relacionar “casi todos los ‘hechos característicos’ más importantes del arte de los siglos XIX y XX con el vasto fenómeno del deísmo y del ateísmo”[8]. Todo parece indicar que el hombre se va alejando de su centro, se va apartando de sí mismo, lo que el arte expresa con claridad no igualada acaso por ningún otro fenómeno[9].
- HUMANISMO RACIONALISTA
Lo primero que advertimos en el arte moderno es su tendencia a la exaltación del hombre en el marco de una notoria prescindencia del orden sobrenatural. Esta inclinación, que lo distancia sustancialmente del arte tradicional, resulta paralela al proceso contemporáneo de racionalización de la religión, operando por las corrientes deístas. Los últimos siglos han ido relegando a Dios a la máxima lejanía, ya que el deísmo lo concibe como soberanamente alejado del mundo, desinteresado de él, un “Dios ausente”, que ha fabricado y puesto en marcha la máquina de relojería del universo, y luego se ha ido, dejándolo todo en nuestras manos. Semejante postura hace imposible cualquier tipo de relación personal con Dios así como evacúa todo lo que huela a misterio; la misma religión cae bajo la férula de la razón natural.
Para Sedlmayr el gran paso se franqueó cuando el hombre creyó que podía vivir sin símbolos. Fue la victoria de la razón sobre el símbolo[10]. El artista del Renacimiento pensó que el arte tradicional ignoraba la anatomía y la perspectiva, sin comprender que aquel arte se expresaba de esa manera no por ignorancia sino porque concedía prioridad a las formas intelectuales, a las significaciones simbólicas. El proceso de desimbolización afectó también a la misma religión, quizá bajo el influjo del pensamiento de Kant, ciego para el misterio, el culto y el simbolismo, que a su juicio no son sino meros fenómenos[11].
El racionalismo positivista del siglo XIX pretendía haber llegado a la última etapa en la evolución del hombre, la edad de la razón, luego del infantilismo medieval. Es la época del arte-foto, donde el logro no consiste ya en revelar la interioridad, sino el parecido anatómico con el modelo. Es asimismo el tiempo del triunfo de la geometría. La veneración de la geometría por parte de los arquitectos de la Revolución Francesa es un colofón de la concepción deísta de Dios como el Geómetra del Universo[12]. Porque aunque el racionalismo deísta se propuso acabar con los símbolos, en realidad lo que hizo fue establecer otros nuevos, si bien más abstractos: la humanidad, la razón, el progreso, la ciencia, etc.
Para Sedlmayr la fórmula exacta del deísmo es la separación de Dios y del hombre bajo la necesaria eliminación del medio, el Dios-Hombre. Esta separación es quizá la forma primera de todas las ulteriores separaciones[13].
- AUTONOMISMO NARCISISTA
La mutación que se manifiesta en el arte moderno no es simplemente un cambio de estilo sino el reflejo de una nueva religión,, o un sucedáneo de religión: la fe en la omnipotencia del hombre que ha conquistado su absoluta autonomía, sobre la base de su creencia en la técnica y el progreso científico[14]. Desde este punto de vista el siglo XX se distingue sustancialmente del XIX. El siglo XIX fue un siglo politeísta, o mejor dicho, un siglo de ídolos que pugnaban entre sí. El siglo XX, por haber logrado desplazar a todos los ídolos para quedarse con uno solo –la autarquía total del hombre con su libertad ilimitada- se muestra con un monolitismo mucho más acentuado que el XIX.
Los cuatro últimos siglos se han caracterizado por una progresiva des-vinculación de sus raíces. El primer desarraigo fue respecto del Dios de la revelación en pro de la naturaleza, más en general, del orden natural. Es cierto que, como afirma Weidlé, si el arte siguió viviendo durante siglos sin conservar lazos visibles con la religión cristiana, sin embargo los vínculos invisibles de alguna manera persistieron. El artista de los tiempos modernos, un Shakespeare, un Goethe, un Pushkin, vivía en un mundo que no estaba ya impregnado de religión (como lo había sido el mundo de Dante), pero seguía siendo humano, respetuoso de la conciencia moral y movido por energías cripto-religiosas. El artista, aun en el caso de que no fuera creyente, celebraba empero en su arte un sacramento cuya última justificación era de naturaleza religiosa. “Un sacramento puede ser llevado a cabo aun por manos pecadoras; el arte de nuestros días se descompone no porque el artista sea un pecador, sino porque se rehúsa a llevar a cabo el sacramento”[15].
Pero quedaba por dar un paso decisivo, afirmar el desarraigo ya no del Dios de la revelación, sino del mismo Dios natural y con {el, de la naturaleza misma, que con la inmutabilidad de sus leyes parecía sojuzgar al hombre. Este no quería ya depender de nada. Así, como afirma Franz von Baader, a la época religiosa del arte, la siguió una época de servicio a la naturaleza, y el proceso concluyó en una tercera época, en que abandonando a dios y a la naturaleza, el hombre se atrevió a proclamarse liberado de ambos, y ahora “vagabundea como un fantasma entre los sepulcros y las reliquias de la religión y de la naturaleza”[16].

Mondrian. Se decía que en su taller de Nueva York trabajaba de espaldas a la ventana, para no ver los pocos árboles de la calle que le recordaban el mundo de la naturaleza, “ya superado por el nuevo arte”
Esta fe en el hombre autónomo, es decir, sin ley, o mejor, hecho ley de sí mismo, es hoy la que consciente o inconscientemente tiene vigencia universal, sobre la base de la técnica, superadora de fronteras. El hombre no descansa en Dios, ni en la naturaleza, sino en la obra humana de la técnica que le da toda la sensación de ser por fin realmente libre y autosuficiente, ya que en ella ve una creatura suya, un reflejo de su fuerza y de su poder demiúrgico[17]. El hombre ya no depende de nada “hecho”, de nada exterior, rodeado ahora de un mundo construido exclusivamente por él. “La negación de la esencia del hombre y de los objetos –escribe Sedlmayr- es la condición previa de su absoluta libertad, porque si existiera un ser de las cosas que no pudiese ser modificado por el hombre, éste no sería completamente libre, sino que dependería de aquel poder superior que ha determinado el ser y el destino de las cosas. Igualmente debe rechazar la naturaleza, porque también en ella el hombre encuentra objetos cuyo ser simplemente no tiene la facultad de modificar”[18]. Del pintor Mondrian (1872-1944) se decía que en su taller de Nueva York trabajaba de espaldas a la ventana, para no ver los pocos árboles de la calle que le recordaban el mundo de la naturaleza, “ya superado por el nuevo arte”[19].
Esta extraña y nueva forma de arte parece ser la que más cuadra a un hombre que gozosamente se ha declarado autónomo de todo, en el seno de un universo hecho íntegramente por él mismo[20]. Su ideal será “el arte por el arte”, el culto de la belleza en sí, de una belleza también ella vuelta autónoma, desvinculada del orden metafísico. La proclamación de la autonomía del arte constituye un acontecimiento preñado de las más graves consecuencias[21].
La anhelada autonomía ha hecho del artista moderno un perfecto narcisista. Al renunciar a las raíces y las comuniones, se ha encastillado en sí mismo, autobloqueándose, y distanciando su mundo de los demás. Ahora sólo le pide al arte que lo refleje al modo de un espejo. Es lo único que busca, que el arte le dé su propia imagen. Es cierto que, como bien anota Weidlé, el solipsismo, último grado de la soledad metafísica, no constituye en verdad un clima que favorezca la aparición de la auténtica obra de arte[22]. Sin embargo, el artista des-vinculado sigue adelante, solo consigo mismo; transformado en absoluto, únicamente llama arte a lo que él hace, sin referencia a una esencia supratemporal del arte.
Cuando el hombre, que había sido creado para contemplar a Dios, según dicen los Padre, y contemplar la naturaleza como espejo de Dios, volvió su mirada exclusivamente hacia sí mismo, conviertiéndose en autoespectador, se produjo ese fenómeno tan extraño que describe el apóstol Santiago cuando habla de un hombre que “contempla en un espejo su rostro natural, y apenas se contempla se va, y al instante se olvida de cómo era” (1, 23-24). No queriendo mirar más a Dios ni a la naturaleza, se concentró en sí mismo, pero acabaría alejándose también de sí. No se reconocería más[23].
- PRIMADO DE LA SENSIBILIDAD
el arte autónomo no es otra cosa que el esteticismo, la búsqueda de la llamada “belleza pura”, no de la belleza que brota del resplandor de lo verdadero y de lo bello, sino de una belleza completamente liberada de todo, una belleza absoluta.
no deja de resultar significativo el reemplazo, que ya se ha vuelto generalizado, de la palabra “arte” por la palabra “estética”. esta última expresión (del griego aisthetiké, y éste de áisthesis, facultad de sentir, sensación, sentimiento), fue acuñada por A. G. Baumgarten, filósofo de la escuela de Christian Wolf, quien hacía 1750 publicó su voluminosa Aesthetica, en dos volúmenes. Baumgarten presentía que estaba franqueando un umbral histórico al exaltar en tal grado el conocimiento sensible e inferior. la “estética, que se mueve en el orden del sentimiento, es independiente del conocimiento, del ser. resulta muy grave esta deformación de la idea del arte, y verdaderamnete revolucionaria en relación con su concepto tradicional, dado que implica su reducción al “cómo” y ya no al “qué”. el nuevo artista -el artista “esteta”- se interesará poco por describir la correlación perfecta entre el sonido y la significación de la palabra, o entre el color y su simbología; optgará preferentemente por el sonido mpás “hermoso” posible o por el color más “emotivo”[24].
Ya hemos visto con cuánta energía rechazaba Coomaraswamy el empleo de la palbara “estética” para designar al arte. A su juicio, el poner como fin del arte los placeres estéticos o sensibles más que el placer del bien inteligible constituye un síntoma de inmensa gravedad. El hecho es que la actual filosofía del arte es esencialmente emocional, esto es, sentimental[25]. “Si necesitamos el arte sólo si y porque nos gusta el arte, y debemos ser buenos sólo porque nos gusta ser buenos, el arte y la moral se convierten en meras cuestiones de gusto y nada puede objetarse si decimos que no nos interesa el arte porque no nos gusta o que no tenemos ningún motivo para ser buenos porque preferimos ser malos”[26].
Quien mejor ha bosquejado la tipología del “hombre estético” y, consiguientemente, del artista esteta, fue Kierkegaard. Para el filósofo danés el “estadio estético” se caracteriza por el juego de las posibilidades, la ironía y la melancolía. Sedlmayr ha visto en Picasso la encarnación del hombre estético así descrito por Kierkegaard. Picasso sería la personificación del esteticismo vivido hasta el extremo[27].
- ELITISMO
Nos hemos referido anteriormente a este fenómer¿no de nuestro tiempo: el divorcio entre el arte y el oficio, tan vigorosamente enjuiciado también por Coomaraswamy. Según él, todo el nundo parece estar hoy de acuerdo en que el “arte” forma parte de las cosas selectas de la vida, y que es algo que se disfruta en las horas de ocio proporcionadas por otras horas de “trabajo” inartístico. Semejante modo de ver el asunto establece una división infranqueable entre el estamento de los artistas y la clase de los trabajadores, como si el arte y el trabajo fuesen categorías incompatibles[28].
Decía Meister Eckhart que “al artesano le gusta hablar de su oficio”. Eso sería antes… Hoy a ningún obrero le gusta hablar de su trabajo. Una de las consecuencias inevitables que entraña la producción bajo estas condiciones –un tra bajo sin arte- es que la calidad se sacrifica a la cantidad. La industria sin arte suministrará por cierto las cosas que son necesarioas para la existencia, pero dichas cosas carecerán de belleza y significación. “Por eso decimos que la vida que llamamos civilizada se aproxima más a una vida animal y mecánica que a una vida humana; y que en todos estos aspectos contrasta desfavorablemente con la vida de los salvajes, de los indios americanos, por ejemplo, a quienes nunca se les habría ocurrido que la producción, la actividad de hacer cosas destinadas a un uso, pudiera convertirse en una actividad sin arte”[29].
El hecho es que dentro de la sociedad se ha constituido un estrato social para el cual el arte ya no existe. Según observa Sedlmayr, el “obrero”, como “figura”, es un hombre sin arte, el primer hombre sin arte que haya existido en la historia, un hombre sin “fiestas”, ya que éstas son casi inimaginables sin alguna forma de arte. “Así como una gran parte de la clase obrera industrial se ha alejado de la antigua religión que profesaban sus antepasados también se ha alejado de un mundo que, aunque fuese modestamente, estaba penetrado de artes y habilidades artísticas… En todo caso hoy no se da un arte obrero, como sí hubo antes un arte campesino y un arte burgués”[30].
Es terrible aceptar la creencia general de que sólo cuando un hombre “se evade” de su trabajo y “se divierte” puede ser realmente feliz. Santo Tomás decía que no puede haber un buen trabajo sin arte. “Pues, ¿qué es una obra maestra? –se pregunta Coomaraswamy-. No es, como comúnmente se supone, un vuelo individual de la imaginación, fuera del alcance de la mayoría en su propio tiempo y lugar, y destinado a la posteridad más que a nosotros mismos, sino, por definición, una obra realizada por un aprendiz al final de su aprendizaje y mediante la cual demuestra sus títulos para ser admitido como miembro de pleno derecho en un gremio, o como diríamos ahora, en un sindicato, en calidad de maestro. La obra maestra es simplemente la prueba de competencia que se espera y se exige de todo artista titulado, a quien no se le permite establecer su taller propio a menos que haya producido tal prueba. Del hombre cuya obra ha sido aceptada por un grupo de expertos en ejercicio, se espera que siga produciendo obras de idéntica calidad durante el resto de su vida; es un hombre responsable de todo cuanto hace”[31].
Lo que el sindicato debería exigir a sus miembros, concluye, es la perfección de un maestro. Lo que el teórico revolucionario y el agitador tendrían que exigir, no es tanto la disminución de las horas de trabajo, ni el aumento de sueldos, ni siquiera una participación mayor en las migajas culturales que caen de la mesa de los ricos, sino ante todo la posibilidad de que lo que hace por el salario le proporcione tanto placer como el que puede obtener en su jardín o en la vida familiar; en otras palabras, lo que debería exigir es la oportunidad de ser un artista. Una civilización que le niega esto es absolutamente inaceptable[32].
- SUJECIÓN AL COMERCIO
Señala Sedlmayr que entre el arte y la técnica se dio en los tiempos modernos un cambio de relaciones. Desde el neolítico hasta el fin del barroco, el arte y la técnica estaban no sólo unidos sino que la técnica era la servidora del arte. Fue el arte quien le encargó a la técnica sus empresas más importantes: las construcciones ciclópeas hechas con inmensos bloques de piedra, la edificación de las pirámides, la erección de los gigantescos monumentos conmemorativos de la época helenística y romana, la realización de audaces cúpulas capaces de cubrir grandes ambientes en Roma y Bizancio, la construcción de catedrales con sus muros delgados y alturas vertiginosas, la instalación de la cúpula de San Pedro los juegos de agua en Versalles…; tales fueron algunos de los grandes aportes de la técnica a lo largo de su alianza con el arte. El lento distanciamiento entre la técnica y el arte, iniciado a fines del siglo XVI y principios del XVII, llegó a su consumación cuando la técnica se divorció totalmente del arte. A partir de entonces el arte siguió su propio camino convertido en artesanía, y la técnica se volcó a la organización industrial[33].
Más aún, y lo que es peor, como observa Gilson, somos testigos de un nuevo fenómeno, a saber, la industrialización del arte, o el arte puesto al servicio de la técnica. Para el filósofo francés, el problema nace en el punto de confluencia de tres fuerzas: el arte mismo, la industrialización y la democracia. Mientras prevalezcan estas dos últimas fuerzas, que son colectivas, las más elevadas manifestaciones de la inteligencia, las más altas aspiraciones del espíritu, los más exquisitos productos del arte serán, tarde o temprano, sometidos a proceso industrial, manufacturados, y promocionados por medio de la propaganda para ponerlos prácticamente a disposición de todos[34].
La producción con miras al lucro reemplaza progresivamente a la producción con miras al uso, en relación inescindible con el tipo de organización industrial, actualmente aceptado. Al fabricante le interesa producir cosas que nos gusten, o si no, trata de inducirnos a que nos gusten, sin considerar si nos convienen o no. Y para convencernos de ello recurre a la publicidad, que sigue su propio camino, en total independencia de la verdad y de la belleza[35]. Este patronazgo del negociante sobre el artre es uno de los capítulos más típicos de la pintura y escultura modernas.
Boixadós trae a este respecto un testimonio de Giorgio de Chirico, contenido en sus Mémories publicadas en París. Dicho pintor relata haber sido testigo, en una de sus visitas a dicha ciudad, de una gran “bacanal de la pintura moderna”. Los mercaderes de cuadros habían instaurado una dictadura lisa y llana. Eran ellos y sus críticos de arte mercenarios quienes hacían y deshacían a los pintores. Así, un comerciante tanto podía dar valor económico a un cuadro de un pintor desprovisto del menor talento artístico y hacer célebre su nombre en los cinco continentes, como boicotear y reducir a la miseria a un gran artista. Lujosas revistas eran expresamente financiadas para promocionar un determinado cuadro o un género nuevo de arte. Todo ello no tenía sino un fin: el dinero, llenarse los bolsillos a cualquier precio[36].
[1] H. Sedlmayr nació en 1896 en la frontera austrohúngara. Tras estudiar en Viena se recibió de arquitecto, especializándose en historia del arte. Fue profesor de la Universidad de Viena y de Munich. Académico de Ciencias en Erfurt y Viena, fue asimismo director del Instituto de Historia del Arte en la Universidad de Salzburg. Autor de numerosas obras, a algunas de las cuales aludiremos a continuación en el texto.
[2] Rialp, Mdrid, 1957.
[3] Labor, Barcelona, 1959.
[4] Rialp, Madrid, 1965.
[5] Monte Avila Ed., Caracas, 1969.
[6] Cr. El arte descentrado…, pp. 202-214. Asimismo Sedlmayr ha estudiado este mismo proceso tal cual se refleja en la arquitectura, desde la catedral hasta la fábrica, en un análisis apabullante no sólo por su erudición sino también por su diafanidad. Allí habla del culto del jardín, la arquitectura conmemorativa, el museo, el edificio utilitario, el teatro, la sala de exposición, la fábrica, indicando lo que se esconde tras estas sucesivas “preferencias”. Señala asimismo la decadencia arquitectónica de las urbes modernas, con sus arrabales sin personalidad que prolongan la ciudad en el campo. Una edificación meramente “funcional” hace que el ingeniero vaya prevaleciendo cada vez más sobre el arquitecto. “El centro de nuestras viejas ciudades –se atrevió a escribir Le Corbusier-, con sus catedrales y templos, debe ser destruido y reemplazado por los rascacielos”. Cf. La revolución del arte moderno…, pp. 143-158.
[7] Cit. en H. Sedlmayr, El arte descentrado…, pp. 8-9.
[8] La muerte de la luz…, p. 115. El lector quizás se pregunte por el nombre de este libro. El A. dice que se inspiró en las observaciones de A. Stifter sobre un eclipse ocurrido en 1842, quien, al describirlo, parecía estar pintando exactamente el eclipse del espíritu: todo comenzó con un oscurecimiento inicial de la luz, tras el cual una extraña calma, un silencio sepulcral (es la disminución de la luz interior); luego, en un segundo momento, los objetos comenzaron a brillar con colores nunca vistos, sobre todo de tinte rojo, el hombre parecía un espectro (es la etapa trágica del arte); finalmente, murió la luz…: cf. pp. 9-11.
[9] Aludiendo a esta realidad, Sedlmayr tituló otro de sus grandes libros: El arte descentrado. Allí demuestra fehacientemente cuán superficial sería pretender explicar todo por un mero cambio de estilos, o en base a una historia estilística. Lo que hay es un cambio en el hombre, que se va yendo hacia la periferia de su ser.
[10] Cf. La muerte de la luz…, p. 136.
[11] Cf. Cf. J. Hirschberger, Historia de la Filosofía II, 12° ed., Herder, Barcelona, 1986, p. 218.
[12]Cfr. H. Sedlmayr, El arte descentrado…, p. 238. Se sabe que la geometría es predileccionada por la masonería. La letra “G” mayúsculasignifica en el ritual masónico tanto Geometría como Gott (Dios).
[13] Cfr. La revolución del arte moderno…, pp. 215 ss.
[14] Cf. H. Sedlmayr, La muerte de la luz…, p. 191.
[15] Ensayo sobre el destino actual de las letras y de las artes…, pp. 249-250.
[16][16][16] Cit. en H. Sedlmayr, Epocas y obras artísticas, t. II…, pp. 340-342.
[17] Cf. H. Sedlmayr, La muerte de la luz…, pp. 203-210.
[18] Ibid., p. 170.
[19] Cf. D. Estrada Herrero, Estética…, p. 604.
[20] Cf. H. Seklmayr, La muerte de la luz…, p. 140.
[21] Cf. H. Sedlmayr, La revolución del arte moderno…, p. 134.
[22] Cf. Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes…, pp. 34-48. Dice Sedlmayr que de allí procede la receta que el arte del s. XX acogió con tanto entusiasmo: “Narraciones sin trama, sino con asociaciones, al estilo de los sueños. Las poesías –que suenan bien, sí, y llenas de hermosas palabras- pero igualmente sin sentido y sin hilo conductor –a lo más algunas estrofas inteligibles-, deben ser como trozos aislados de objetos heterogéneos”: la muerte de la luz…, p. 237.
[23] Cf. G. Gueydan de Roussel, Verdad y mitos, Gladius, buenos Aires, 1987, pp. 9-10.
[24] Cf. H. Sedlmayr, La muerte de la luz…, pp. 149-150.
[25] Cf. La teoría medieval de la belleza…, p. 35.
[26] La filosofía cristriana y oriental del artrre…, p. 97.
[27] Cf. La revolución del arte moderno…, p. 141.
[28] Cf. La filosofía cristiana y oriental del arte…, pp. 63-64.
[29] Ibid., p. 68.
[30] La muerte de la luz…, pp. 196-197.
[31] La filosofía cristiana y oriental del arte…, p. 100.
[32] Cf. ibid., p. 101.
[33] Cf. La muerte de la luz…, pp. 177-179.
[34] Cf. Pintura y realidad…, pp. 61-62.
[35] Cf. A. K. Coomaraswamy, La filosofía cristiana y oriental del arte…, p. 67.
[36] Cit. en A. Boixadós, La revolución y el arte moderno, Dictio, Buenos Aires, 1981, p.38.